Hace días que me lo repites, dices que se nos está muriendo el tiempo, se muere en casa, se muere en la calle y en el jardín. Por todos lados vemos fragmentos de horas, días y meses agonizando. Lo malo es que cuando el tiempo muere ya nunca vuelve a nacer.
Tal vez por eso andas recogiendo pedazos de tiempo por los rincones, día a día vas atesorando restos de horas y de días con los que tropiezas a menudo mientras callejeas por el centro de la ciudad.
Dices que vas a guardarlos, quieres protegerlos para que no desaparezcan, y ya en casa escoges la buhardilla para esconderlos, los acomodas junto a esos recuerdos que a veces miramos con pesar.
Poco a poco se ha ido llenando el altillo de meses, días y horas. Los cuidas con esmero, les llevas comida y agua y les vendas las heridas. Desde la ventana, los fragmentos de tiempo contemplan con temor el silencio que cubre el jardín, tienen miedo a morir, como mueren esas flores abandonadas en tierra de nadie.
El tiempo sigue acumulándose en casa de forma escandalosa. Los días y los meses ya casi no caben en el desván y han ido ocupando todo el espacio, primero fue la escalera, más tarde el comedor y poco a poco han ido invadiendo toda la casa. Ya no nos queda ningún rincón por habitar.
Empiezas a temer lo peor, que no puedas cobijarlos a todos y tengas que abandonarlos a su suerte o dejar que vivan como puedan en el jardín.
Decides prestarles la casa para que no acaben deambulando por las calles, ebrios de soledad. Por eso hemos decidido marcharnos. Les hemos dejado comida y agua para media eternidad.
Mientras nos alejamos nos aturde contemplar las flores del jardín rodeando la casa. Nunca habían lucido con un color tan vívido, de una belleza casi irreal. Resulta insólito ver esa mezcla de flores trepando sobre la hiedra mientras el tiempo permanece dentro, encerrado para siempre.
Imagen, Perejaume