No para de llover. Por unos instantes el mundo parece sumergido en un océano y el agua se desliza por los caminos arrastrando hojas y hierbas que se funden con el lodo. Sin saber muy bien por qué, se te antoja que la lluvia es buena compañera de la muerte.
Mientras desayunamos me pregunto si no serán las cenizas de las tostadas las que te evocan ideas tan fúnebres, ya que no dejas de hablar de la muerte y de si seguiremos amándonos una vez muertos.
Las contraventanas repiquetean con tanta furia que casi no logro oírte. De repente nos damos cuenta de que en el piso de arriba ha cedido una viga y ha entrado el agua en el estudio.
Y pese a que el temporal arrecia, tú sigues con lo tuyo, añadiendo que morir de amor es una de las mejores formas de morir, y que no te importaría morir de amor por mí. No sé qué significa morir de amor, te digo, es algo que solo ocurre en las novelas románticas y nada más.
La perrita no para de ladrar y fuera solo se oye el rugido del viento arrastrando lo que encuentra a su paso. A través de la ventana vemos cómo el balcón de la casa de enfrente ha empezado a ceder y nos inquietamos cada vez más. Algunas casas se han quedado sin tejado, otras arden en llamas, y, aun así, nos cuesta admitir que sea un huracán el temporal que nos azota.
Decidimos escondernos en el sótano. Insisto para que entres conmigo, pero vas en busca de la perrita. La espera se me hace interminable. De repente oigo un estruendo devastador, me desvanezco y, al despertarme horas más tarde entre los escombros, tú ya no estás. Es en ese instante cuando algo en mí enmudece para siempre, y acabo intuyendo cómo debe ser la eternidad.
Recuerdo nuestras palabras de hace apenas unas horas en el desayuno. Hablábamos sobre si seguiríamos amándonos una vez muertos, como si morir fuera algo tan lejano. Me turba que sea tan fina la línea que separa la vida de la muerte, tan solo es cuestión de tiempo que la una se transforme en la otra.
No logro descifrar las palabras cuando me dicen que estás muerto; aseguran que tu corazón no late y que tu cuerpo ha dejado de sentir. Te miro con la esperanza de que, tarde o temprano, abrirás los ojos, pero es solo en el instante en que toco tus manos, ya frías, cuando me doy cuenta de que ya no estás.
No dejo de preguntarme cómo es posible que, estando muerto, te sienta tan cerca, cómo puedo oír tus palabras o ver tu gesto en otros gestos, a cada momento y en cada lugar. Imagino lo tristes que serán las noches de invierno sin ti, y no entiendo cómo puede cruzarme ahora mismo esta idea por la cabeza.
Se vuelve a oír la lluvia, las gotas caen cada vez con más fuerza sobre la hierba, y tal vez sea ese goteo incesante el que me ayuda a recordar tus palabras con más claridad. Sin embargo, poco a poco me va entrando la duda: Morir de amor son tres palabras demasiado románticas para haberlas pronunciado tú, me resulta extraño, quisiera creer que quizá todo ha sido un sueño. Desearía que la contraventana repicara otra vez con fuerza contra el muro y me despertara. Y al despertarme, poder ver tu rostro dormido sobre la almohada.
-Imagen Miles Johnston-