Moco  de pavo

Lógica (pati) difusa

 

Hace bastantes años pasé el día de Navidad en una fría ciudad del norte. Había llegado allí para recoger a una tía que vivía en la destartalada casa familiar, por la que apenas se podía dar un paso sin tropezar con muebles, la mayoría feos y de hechura vulgar. La tía Bernardina era muy rica y muy tacaña también. El abominable defecto, la racanería, le servía para azuzar la codicia ajena, en especial, la de sus sobrinos. Una semana antes de Navidad, me llamó para suplicarme que le hiciera un hueco en mi casa. Se lamentaba de su soledad y de la añoranza del calor familiar. Dijo que había comprado un regalito para nosotros y que era imperioso entregarlo en mano.

— ¡Qué regalito ni qué zarandajas! Es su clásico truco: ¡promete dar para gorrear! Recuerda que la última cosa que recibimos de ella fueron unas roñosas tazas de té, medio desportilladas que no las venderían ni en los bazares chinos.

Sí, mi marido tenía razón, los regalos los usaba como señuelo para salirse con la suya; creía, y no iba desencaminada, que anunciar una recompensa le aseguraba nuestra atención. La tía Bernardina juzgaba a los otros según el interés económico o en especie, como si fuera un banco de préstamos, yo te doy pero tú me devolverás con pago usurario. Los sobrinos, los únicos familiares que le quedaban, sentíamos lástima por ella —y, a veces, rencor—. Su soledad era la consecuencia del trato utilitario que dispensaba a quien se acercara a ella, lo habían padecido sus tres hermanos y su marido, los cuatro ya difuntos.  

La tarde del 23 de diciembre llegué a su casa en taxi desde el aeropuerto, era casi de noche. El tiempo no podía ser más desabrido, soplaba un viento frío que venía del mar y el farolillo de la entrada de su casa parecía el aliento de un moribundo, intermitente y apenas sin fuerza, la luz amarillenta iluminaba a ráfagas la puerta desconchada.

Me abrió tía Bernardina, había menguado y su delgadez asustaba, parecía un cadáver andante, la piel gris pegada a los huesos, y su cabeza de pelo ralo mostraba a la perfección la calavera en la que pronto se convertiría.

— ¡Hija mía, qué tarde llegas! Acabo de cenar y estaba a punto de irme a la cama.

Le dije que yo también había cenado —mentira— y que sólo me apetecía un poco de leche caliente.

Olía a su colonia de niños, un olor que en la piel de mi tía se convertía en un aroma rancio y desagradable. La acompañé a su dormitorio, se movía con mucha lentitud, encorvada la espalda, su cabeza hacía esfuerzos por levantarse cuando me hablaba.

— Lo he pensado mejor, no quiero salir de mi casa, diles a tu marido y a tus hijos que vengan a pasar aquí la Navidad.

— Pero… tía, no puede ser, tenemos otros planes, compréndelo…

— Yo lo comprendo todo, sois vosotros quienes no me comprendéis a mí. ¿Y qué hago con el pavo que he comprado y que he mandado rellenar?

Por primera vez en mi vida la vi llorar, caían sus lágrimas por las mejillas de piel reseca arrugada en su rostro descarnado. Quise abrazarla, pero me apartó.

— Anda, métete en la cama, tía.

— Prométeme que nos comeremos juntas el pavo. Mi vida ha sido tan triste, tan desgraciada… y mírame ahora, estoy hecha un guiñapo viejo y abandonado.

— No digas eso, tuviste un marido muy bueno y una vida sin preocupaciones materiales, además, estarás con nosotros estas fiestas.

Entonces, me miró. Sus ojos, que habían sido azules, tenían un tono lechoso grisáceo de pez muerto.

— He vivido con un secreto muy grande, tengo que decírtelo, no puedo esperar a Nochebuena, como era mi deseo, porque me fallan las fuerzas y no sé si llegaré viva a mañana.

Tía, no seas pesimista.

—Escucha, tuve un hijo con Marcelo, un capitán de la marina mercante, con quien quise escapar, pero ellos lo impidieron.

—¿Ellos? ¿Tú? ¿Tuviste un hijo?

—Sí, ellos, mi marido y Marcelo, mi amante, porque eran amigos y compinches.

Frunció la cara con rabia, el recuerdo de aquel episodio la enfurecía.

—¡Canallas! ¡Asquerosos! Ellos me llevaron a otra ciudad donde parí a un hijo, bastante feúcho, pero lo quería con pasión, habría dado mi vida por él. Lo entregaron en adopción a las tres semanas. ¡Qué sufrimiento! Desde aquellos días, mi marido y yo dejamos de hablarnos y ya no quise volver a ver a Marcelo, que se ahogó un año más tarde en un naufragio, en el mar de las Kuriles y muy bien le estuvo.     

Tía, en mi boda te vi hablar con el tío.

— En público disimulábamos, ¿qué crees, que íbamos a dar un escándalo  para la irrisión general?

Me quedé sin saber qué decir, se me ocurrió que esta historia era fruto de un delirio senil porque lo que contaba me parecía inverosímil. Antes de que pudiera abrir la boca, la tía levantó su dedo índice retorcido y en una declaración arrebatada, rápida como un disparo acabó su confesión:

— ¿Sabes? lo dieron en adopción a tus suegros. Sí, tus suegros, amigos del tío, ya sabes que tu suegro también fue marino mercante y tu suegra, ¡bah, esa no fue nada, estéril como un sarmiento!  

—Entonces, mi marido es tu hijo… y mis hijos, tus nietos… y yo, tu sobrina.

—Eso es, y mi herencia será para mi hijo y mis nietos. ¡Vaya bombazo, eh!

La dejé en su cama, con su manta eléctrica y su edredón. El calor expandía los olores de esa repugnante colonia por la habitación, sentí un ligero mareo.

Tía, mañana seguimos hablando, esta noticia… tu hijo tiene que saberlo, necesito pensar.

—No pienses tanto. En la habitación de tu padre te he dejado unas sábanas encima de la cama, ve y no hagas ruido, tengo sueño de liebre.

Pasé la noche con un ojo abierto por el desasosiego y la excitación, até cabos y todo coincidía. Me dormí al amanecer. Los graznidos de las gaviotas y una sirena de fábrica o de barco, me despertaron. La tía aún no se había levantado, me lavé con agua fría, la única opción de los grifos oxidados, y salí a la calle. Mi intención era desayunar algo caliente en una cafetería cercana y, de paso, contarle a mi marido la historia. Con la luz del día me pareció un disparate sin pies ni cabeza, aunque nunca se sabe, y la herencia, un motivo de peso para no desmentir a tía Bernardina, revoloteaba casquivana por mi cabeza. Era muy rica y si su hijo era mi marido significaba que se convertía en heredero legal. Un asunto que no era moco de pavo, se me escapó la risa.    

No conseguí hablar con mi marido, en aquella época no existían los móviles así que no quedaba otro remedio que esperar a que llegara a casa.   

—¡No vuelvas a salir sin avisarme, esta no es la casa de tócame Roque…!

—Pero, tía… si he salido a comprar  bollos para el desayuno.

Le brillaron los ojos y no le costó un segundo cambiar su enfado por alegría.

—¡Qué bien huelen, vamos a la cocina! Coge las tazas de porcelana, son del mismo juego que me regaló Marcelo, es porcelana china de Macao, os di las de té ¿recuerdas? Es lo más valioso que tenía del padre de tu marido.

Desayuné otra vez para no desairarla y no sé cómo ocurrió que la tía, cuando iba a decirle que la ayudaría a hacer la maleta, me miró sin verme y se desvaneció; en realidad, acababa de morir. Era el veinticuatro de diciembre.

Omito todo el lío que supone dar aviso a los médicos y la funeraria en un día de Nochebuena, no la lloré en ese momento, ni cuando certificaron su muerte pocas horas después, ni siquiera cuando se la llevaron en un sencillo ataúd. En realidad, no la he llorado nunca. Llamé a mi marido por la tarde cuando la tía yacía en el depósito de cadáveres.  

—La tía Bernardina es tu madre y acaba de morir.

—¡Sabía que algún día nos tocaría el gordo!