Greta Garbo, la diva que se jubiló a los 36 años porque odiaba la fama y prefería los amantes y la buena vida.
[Transcripción del manuscrito encontrado en Nueva York en abril de 1990].
Pues sepa usted, ante todas las cosas, que a mí me llaman Greta Garbo, hija de Karl Alfred Gustafsson y de Anna Lovisa Karlsson, naturales de Frinnaryd y Högsby respectivamente. Mi nacimiento fue en Södermalm, isla de Estocolmo entre el mar Báltico y el lago Mälaren, y por causa de mi donosura, tomé el sobrenombre de Garbo.
A edad temprana me emplearon en la barbería del barrio y anduve un tiempo enjabonando jetas de parroquianos chismosos. Más adelante, fui a dar con mis huesos a la sección de confecciones para señora de los Almacenes Bergstrom, donde me permitieron formar parte de una filmación publicitaria a mayor gloria de los productos Bergstrom y, ¡cómo no!, de su solícito dueño, de igual nombre. Luego vino la estancia en el Kunliga Dramatiska Teatern. Allí conocí a Mauritz Stiller, según dicen, mi descubridor en varios sentidos. Mi primer guía, a decir verdad, aunque ni era ciego ni nunca fue mi amo. Años después trabajé con un tal von Stroheim que solía llevar monóculo pese a tener la vista la mar de clara. Tampoco este fue mi dueño ni llegué por él a mi oficio real.
De este modo, sin prisa pero sin pausa, fui transformándome en la Garbo. La Garbo, con el determinante femenino por emblema, siempre encuadrando, definiendo y precisando el estrellato en ese firmamento de plexiglás en el que me asenté y desde el que sigo reinando. Un artículo que solo a las divas incombustibles nos colocan delante del apellido, cual marca distintiva. La Garbo fui y la Garbo seguiré siendo por los siglos de los siglos. Carne mortal arrebujada en profana divinidad.
Cierto es, y así lo hago constar, que jamás necesité amo: ni ciego ni clérigo ni alguacil ni ningún otro que me llevase de la mano en las miserias de la vida, que, como bien sabrá el amable lector, suele volverse muy cabrona cuando en ello se empeña. Jamás me casé, no tuve patrón que me mangoneara ni serví de lazarillo a nadie. Me acogí, eso sí, a la protección de Lucía de Siracusa, la santa patrona de los ciegos en cuyo honor se celebra en mi país un festejo tradicional donde desfilan niñas con túnicas blancas y candelas encendidas sobre la cabeza. Me identifiqué enseguida con el fulgor ambarino de las velas titilando en la noche, con las vestales luminiscentes que destacaban entre las sombras. Porque, caro lector que tienes este manuscrito en tus manos, has de saber que mi rostro iluminado y velado por capas ingentes de misterio, es el claroscuro que encandiló al mundo, el mito pagano e indescifrable en que me he convertido. Y yo, Greta Garbo, la Garbo auténtica y real, reconozco en mí un algo de santa, como la de Siracusa, y un mucho de tótem enfundado en luces, penumbras y celuloide. Mi gracia, abreviando, es G.G., y nunca llegué a dilucidar si se trataba de unas siglas sin más (¡ni menos!), o de una burda onomatopeya con la que mi camuflada humanidad se mofaba de la quimera, de la maravillosa mentira de la Garbo, en palabras de Ángel Zúñiga, uno de mis exégetas favoritos.
Por mi divina piel de mito escandinavo ha pasado parte de la historia de Europa contada a la hollywoodiense manera: Mata-Hari, María Walewska y la reina Cristina de Suecia. Mi figura de mujer moderna y larguirucha, mi voz con deje del norte han moldeado las palabras de Pirandello, Somerset Maugham, Blasco Ibáñez, O’Neill y Dumas. Pero mi mejor baza han sido mis rasgos, petrificados e impenetrables como los de una máscara, que tanto han servido para prestárselos a la cortesana Gautier (¡ella y sus camelias!) como para reafirmar el gesto adusto y soviético de Ninotchka. Vinieron bien, incluso, para representar a La mujer de las dos caras, una ironía cruel que el destino me tenía deparada, y el principio del fin a mis treinta y seis años. Demasiado vieja para seguir con la fábula de «¡Garbo habla»!, «¡Garbo ríe!». En fin, mis capacidades motrices puestas en evidencia para engrasar el mito publicitario, la rueda que gira y gira para arrollarnos sin remedio. Hasta aquí hemos llegado, Garbo —me juré a mí misma. Esto fue el mismo año en que los Estados Unidos entraron en la gélida Groenlandia, y yo, retirada de todo, estaba en mi prosperidad y en la cumbre de toda buena fortuna.
El final es el principio, y mi principio es la libertad. Si empecé vendiendo complementos de señora, terminé pertrechada de toda suerte de gafas y sombreros para ocultar mi divina faz al mundo entero, que la había adorado durante décadas. Me atribuyeron la frase «¡quiero estar sola!», y puede que la pronunciara en alguno de esos momentos fané y descangallada que, ¿a qué negarlo?, me habían asaeteado a menudo. No lo recuerdo, y a estas alturas es irrelevante porque ya forma parte de la nube de citas célebres, reales o inventadas, que han pasado a la posteridad. Pero ahora que estamos en confianza, amigo lector que has tenido la paciencia de llegar hasta aquí, debo decirte que ni la frasecilla de marras ni nada de lo que aquí se ha contado es del todo cierto.