Mecheros, velas…

Por la orilla

Todo era oscuridad. ¿Todo? No. Había una lucecita roja, al fondo. Aviso de consumo eléctrico: Led de Off, Stand By. Spirit of Light.

Hice como en las películas: No encendí la luz. Como no tenía linterna para sujetarla del revés, con el puño a la altura de la oreja, usé el mechero.

—¡Hostias! —Me quemé. Por culpa de la posturita (del revés, con el puño a la altura e la oreja). Dos dedos y el pelo, tengo poco, pero es largo…

—Pelijas…

—Ya… 

El olor a cerrado mutó en aroma de chamusquina. Sonreí, consciente de la estupidez cinematográfica, y decidí usar el interruptor. El salón se inundó de claridad, una centésima de segundo, como un flash, ¡chas! y se apagó de golpe. Hasta el piloto rojo.

Una imagen fantasmagórica de líneas, puertas, muebles y una tele, se agarró durante unos instantes a mi retina, para realizar esa pirueta del fundido a negro.

—Saltaron los plomos —deduje, pensando en el ICP, automático, que no tiene ni un miligramo de plomo (es venenoso y está prohibidísimo, por si a alguien le da por comerse la instalación).

Volví al mechero. Ahora lo agarré normal: le di chispa con el pulgar y el quemador mirando hacia arriba. El brazo semiextendido delante del cuerpo, a la altura del ombligo, Única Verdad Absoluta que aún nos queda, no sé durante cuánto tiempo.

El fuego lucía violáceo, amarillento y rojizo, y proyectaba ilusiones anaranjadas, temblorosas sombras engañaban con su titilar, sin ritmo ni pausas, a mis dilatadas pupilas. Me pareció ver un monstruo terrible agazapado en una esquina.

—Está acojonado, el pobre —me dije.

Luego, dos fantasmas pasaron rozándome la espalda y un candelero saltó, casi un metro, encima de la cómoda…

—¡Velas!

Acerqué la mano, armada con la antorcha protectora, al pábilo y la escena cambió sin moverse. Metí el encendedor en el bolsillo derecho… y me quemó en la ingle…

—Casi, casi.

Volví a reír.

El dinero estaba en el sofá. Desordenado, fajos desparramados caían como una cascada sobre una alfombra de bonitos dibujos vegetales. Pensé en el islam. Y después en los veganos. Como buen católico, recogí la pasta.

—¿Judío?

—Eso es un tópico.

—Típico.

Miré, divertido, otra vez la llama: Rojo-Naranja-Azul. El orden no importa.

—¡Advenedizos!

No pude aguantar la carcajada: «Siempre nos roban». Recordé a un buen amigo, ladrón de bancos, que se arruinó con lo de las preferentes.

—«Siempre ganan…»—me había dicho.

Repartí a partes iguales, con el monstruo, los fantasmas y el candelabro.

—¿Judío?

—No, monovela.

—Ah, bien, más elegante.

Y me despedí. Salí a la calle en silencio y por la acera mojada se me perdió el pensamiento.



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