Emperador reinante e indiscutible de la apoteosis gradual del color. Así es mayo, rutilante como un actor de cine que sonríe desde su pedestal con su dentadura perfecta de galán inalcanzable y del que solamente podremos disfrutar por una temporada; como los grandes amores, que son siempre efímeros y frívolos, pero que nos descoyuntan para siempre los huesecillos de una lujuria poco entrenada, filtrando el rayo que se cuela entre las aguas.
Psicodelia de azules, verdes, malvas, que se presentan como negativos sin revelar y terminan estallando en hipnosis para envolver cada vida en un celofán primoroso desde el que las jornadas se suceden un poco más ilusionantes.
Es el juego y la trampa que la naturaleza se trae entre manos para recordarnos que ella manda a través de sus emisarios. Mayo, rey del ardor y el fuego fatuo, de los pies descalzos sobre los aspersores y las olas.