Mater immaculata

Oscuro, casi negro



Vuelvo a leer El extranjero: «Hoy ha muerto mamá. O quizá ayer. No lo sé… Quizá haya sido ayer»… Maravilloso comienzo. Con mi madre nunca sentí amor humano, solo una nodriza que me alimentaba y me vestía. Hija de un burgués adinerado y una bailarina de revista, nació en el piso que Don Antonio pagaba a mi abuela para ser su querida. Algo natural en los años veinte. Mi abuela Ana dejó a Colsada para convertirse en la amante oficial de Don Antonio, nieto del marqués de San Juan y un señorito cultivado que no dio un palo al agua en su licenciosa vida. Se crio en ese piso de Ruzafa hasta los cinco años, viendo como su padre visitaba a su madre de vez en cuando y le traía algún regalito a la nena. Se agarraba a sus pantalones cuando se iba y lloraba. Cuando mi abuela se quedó embarazada del segundo, el crápula decidió casarse para tener la apariencia de una familia, esposa, sirvienta, ama de cría, amante ocasional (aún tuvo otro hijo) y sobre todo cocinera. Él se reservó la mitad del piso que compró, doscientos metros cuadrados en pleno centro, y la otra mitad para la familia y la cocina. 

Mi abuela Ana hacía unos excelentes arroces: Arròs al forn, Arròs en bledes, Arròs en fésols i naps. Paella de huerta de las que ya no existen. También caragolàs y all i pebre de anguiles, tomata fregida amb pebrots i tonyina… Cualquiera que fuera a cualquier hora tenía un plato de comida caliente en su casa, la he visto cocinar un arròs en bledes para merendar con su hermana Marina, las dos de Albalat Dels Tarongers, las dos pobres, las dos coristas, las dos mantenidas y luego casadas. Mi madre, Amparo, creció como una burguesita, colegio de monjas, ropa nueva y comida de sobra incluso durante la guerra. Educación básica para casarse, letra redondilla y poco más aprendió en el colegio. Nunca le interesó el sexo, traumas de la infancia, se casó y tuvo dos hijos como quien tiene dos gatos. Era incapaz de abrazarnos o besarnos, o yo no lo recuerdo. Ya de mayor, a los doce o trece años empecé a darme cuenta de que las otras madres no eran como la mía, que tenían una complicidad y un cariño especial con sus hijos. 

Me acostumbré a esa vida sin cariño, cuando empecé a salir con gente de mi edad en principio hacía amigos, a la larga se separaban de mí, creo que notaban esa frialdad de serpiente que siempre tuve. Me respetaban porque era más inteligente que ellos, más culto, leía libros desde los cinco años, pero todo eso no sirve para nada ante un grupo socialmente diferente que no te apoya. Toda mi vida tuve esa relación distante con mi madre, que por otra parte era el alma de las fiestas por su inocencia y su espontaneidad. Ella siempre prefirió a mi hermano pequeño, yo nunca me llevé bien con él. Cuando mi madre enfermó, ya de mayor, la llevé a una residencia. Discusiones con mi hermano el tarado. Ella se puso de su parte. Firmó un testamento a su favor. 

No volví a hablar con ninguno de los dos. Un año más tarde un amigo que conocía a mi familia me dio el pésame por la muerte de mi madre. Le dije que gracias, que no había sufrido. Cosas de familia. Así que no estuve en el entierro, me hicieron un favor. Mi madre siempre me recordó a Lolita Sevilla y un poco a Gina Lollobrigida. Es la única actriz italiana que nunca he soportado. “Hoy ha muerto mamá. O quizá ayer. No lo sé… Quizá haya sido ayer” también es un buen final.


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