Más allá

Escalofríos

 

Estaba agazapado, vigilando los movimientos de los monos para tratar de cazar alguno y poder alimentar con él a mi familia. Me movía con mucho sigilo para no hacerme presente y seguir siendo invisible para esa numerosa familia de simios, que permanecían tranquilos, ajenos a mi próximo ataque.

De repente, gritaron y salieron huyendo y, antes de que pudiera ver qué podía haberlos espantado, una densa red cayó sobre mí y unos monstruos endemoniados me agarraron a la vez que proferían alaridos espantosos. Surgieron por sorpresa desde todas direcciones y no me dieron oportunidad, como sí lograron los monos, de poder escapar de ellos, ya que la malla de cuerda me lo impedía.

Fueron muy violentos. Traté de resistirme y de liberarme de la red, pero me golpearon una y otra vez y, cuando notaron que me fallaba el aliento, me ataron con mucha fuerza y me llevaron a empujones junto a otros hombres y mujeres que, como yo, también estaban magullados y sujetos con cuerdas.

Estuvimos expuestos mucho tiempo al sol, a los mosquitos y a la fuerte lluvia que no tardó en caer como casi todos los días. Incluso algún perro que por allí pasaba se detuvo a orinar sobre uno de los hombres que estaba atado y caído en el suelo, como sin sentido. Otros, muy débiles por los golpes y el miedo y malheridos con llagas sangrantes, murieron poco después al no poder soportar esas heridas tan horrorosas que los monstruos les habían hecho con sus golpes. Los más fuertes logramos recuperarnos poco a poco durante los siguientes días, aunque de vez en cuando nos golpeaban de nuevo y era muy poco y muy desagradable el alimento que nos daban, tirándolo al suelo y obligándonos a comerlo como animales.

Los demonios de piel rosada pululaban por todos lados, disfrazados con extraños ropajes e insólitos utensilios que parecían brotarles de las manos. Hablaban continuamente a gritos en lenguas incomprensibles y nos señalaban de cuando en cuando, nos levantaban y nos exhibían entre ellos, como si estuvieran haciendo algún tipo de extraño cambalache con nosotros. Ninguno de los que estábamos apresados entendíamos su forma de hablar y mucho menos por qué hacían todo eso ni la causa por la que nos tenían retenidos.

No todos los que estábamos prisioneros de los monstruos nos conocíamos, aunque sí pude reconocer a algunos de familias lejanas que tenían aspecto de llevar presos bastante tiempo. Uno de nosotros logró zafarse de sus ataduras y, tratando de despistar a nuestros captores, intentó escapar escondiéndose detrás de nuestros cuerpos. Todos contuvimos la respiración para no delatarle. Sin decirnos una sola palabra, todos entendimos que si alguno lograba huir, podría avisar a nuestras familias para que vinieran a rescatarnos.

Pero uno de los demonios lo vio. Alzó una de esas extrañas cosas que siempre portaban y, señalando con ella al fugitivo, lanzó un terrorífico rayo de fuego que sonó como el que, en la más fuerte tormenta, atraviesa un gran árbol anciano. El hombre que trataba de huir cayó al suelo, con unas heridas terribles, lleno de sangre y sin vida ya en el cuerpo. Todos nos miramos, mucho más temerosos que antes. Algunos lloramos al comprobar que estábamos en manos de unos demonios con mucho poder, con un poder maligno y terrible, con el que podrían matarnos si los enfadáramos.

Un día después de este suceso, nos pusieron unos hierros muy áridos juntando nuestros tobillos, lo que nos impedía separar los pies, y que nos mantenían unidos con una cadena a otros hierros que, sujetos a nuestras muñecas, nos impedían separar las manos. Además, nos añadieron un ceñido collar al cuello, también de ese metal áspero, que se enganchaba a otra cadena que nos unía a un hombre con otro.

Transcurridos un par de soles, nos llevaron al interior de una gran casa de madera que, curiosamente, se hallaba flotando, como nuestras pinazas, sobre la superficie del agua en aquel gran río del que no se podía ver la otra orilla. Caminamos hacia ella muy despacio, porque los hierros nos impedían dar los pasos con normalidad, y llegamos a un extraño cuarto con los techos muy bajos, en donde nos obligaron a tumbarnos en el duro suelo, que no estaba cubierto más que con una ligera capa de hierba seca. Nos situaron muy juntos unos con otros, casi impidiendo que pudiéramos movernos y, además, sujetaron los hierros de los pies a unos resortes metálicos que estaban fijos en la superficie del suelo.

Allí nos abandonaron durante mucho tiempo, no sé cuántas lunas pudieron pasar; creo que todos perdimos la cuenta por desesperación y agotamiento. Solo de vez en cuando nos traían algo de agua y algún trozo de harina seca que nos costaba mucho tragar. Al cabo de muchas lunas (que no podíamos ver, encerrados como estábamos) y cuando pudimos observar que el compartimento en el que nos hallábamos estaba totalmente lleno, literalmente abarrotado, ese incómodo y maloliente espacio comenzó a balancearse de una manera extraña, mucho más fuerte de lo que habíamos podido sentir hasta entonces.

Así pasamos muchos días, sufriendo desagradables mareos que nos hacían sentir como si nuestra cabeza se desplazase de un lugar a otro, rodando sin sentido. Hubo bastantes prisioneros que murieron. Los demonios los retiraban, aunque tardaban bastante en hacerlo, por lo que la sensación de estar junto a un cadáver en descomposición se había extendido entre todos nosotros y lo sentíamos como una endiablada maldición. A eso se le añadía el olor. Olía muy mal, era insoportable, cerrado como estaba el espacio en el que nos tenían atados, con personas muertas, sudando, excretando humores de enfermedades, sin ningún tipo de limpieza ni poder mantener nuestra higiene más básica. Nadie podía moverse y teníamos que orinar y defecar allí mismo. Fue un infierno que parecía no tener fin, con tantas lunas encerrados en ese terrible lugar, una tortura impensable para cualquiera que pudiera denominarse hombre y que solo podían haber imaginado los demonios.

Un día, por fin, la habitación donde nos encontrábamos dejó de balancearse tan bruscamente, lo que a todos nos supuso un alivio, escaso, pero suficiente para que lo sintiéramos como una bendición a nuestros padecimientos. Estábamos flacos, teníamos hambre y sufríamos llagas por todo el cuerpo causadas por la inmovilidad, los hierros que nos sujetaban y los muchos piojos, chinches y garrapatas que por allí había. Aún sentíamos un ligero vaivén, como de seguir flotando sobre el agua, pero parecía que la extraña casa que nos transportaba se había detenido.

Poco después, los demonios regresaron para desengancharnos del suelo y, de nuevo atados unos con otros, nos sacaron a la luz del día, que nos cegó tras tanto tiempo metidos en aquel enorme cuarto oscuro y apestoso. Por fin pudimos respirar algo de aire fresco… aunque ese aire no olía como el aire al que estábamos acostumbrados en nuestra tierra, era diferente…

Después, mucho tiempo después, pude enterarme de que estábamos en otro mundo, en otra tierra, muy lejana de nuestros hogares, tan lejos que no debíamos pensar, y mucho menos intentar, en volver nunca más a ellos.

Mi vida de ahora es muy rara. Hay demonios que se sienten con el derecho de mandarnos y de obligarnos a hacer cosas que no queremos. Son nuestros amos, nos dicen, y debemos obedecerles en todo, sea lo que sea lo que nos ordenen. Nos mandan trabajar para ellos y solo nos ofrecen algo de comida a cambio; pueden matarnos, violarnos, jugar con nosotros como si no tuviéramos alma o como si nuestro cuerpo no les importase lo más mínimo. El infierno que pasamos cuando nos trajeron aquí se había transformado en otro diferente, pero no menos insoportable que el otro.

Yo siempre trataré de volver a mi casa, no me importa lo que digan. No me importa que tenga que sufrir de nuevo aquel suplicio que pasamos cuando nos secuestraron y nos transportaron a esta tierra extraña. No me importa si tengo que volver a atravesar ese río tan ancho que me separa de los míos. No me importa si tengo que cruzar a nado ese río que por aquí llaman océano.