Llegado que fue su turno, cuando, siguiendo el protocolo, le interrogaron sobre sus habilidades, aquel hombre, versado en gramática parda, alegó que él era médico. Preguntó el inquisidor si era médico de lo que ordinariamente se llama medicina general o acaso lo fuera de alguna especialidad concreta. Él respondió que era en efecto médico con especialidad de nervios y cabeza. Esto tenía su por qué. Y es que, en medicina primaria, la ignorancia del galeno se revela muy pronto; pero, en una especialidad extrema, los desaciertos se atribuyen a la complejidad de la dolencia. Y en no siendo doctor o licenciado, como aquel no lo era, mejor avío es serlo de lo difícil que serlo de lo ordinario y cotidiano, que en esto último todo el mundo entiende.
Ocurrió que fueron muriendo los enfermos. No dijo el médico que estos murieran porque tuvieran que morir, porque todos en definitiva somos tributarios de la muerte. Optó por parar mientes y enumerar a aquellos que sanaban por sí mismos. Tuvo la extraordinaria prudencia de no imputar la cura a mérito propio. La achacaba a una ciencia nueva que nombraban estadística: al juego de los números que determinaba que al sanado le tocaba curar en aquel preciso momento. La mentira no era de su agrado, pero no sentía empacho de ella si el caso era justificado o de extrema urgencia o necesidad.
El doctor murió de viejo en la cama y aun guarda el lugar memoria de su fama de sabio.