María Engracia era medio vegetal y medio mineral. En la única foto que se conserva de ella, en sepia estricto, aparece confundida junto a una docena de mujeres. Pero aún así se manifiesta su porte sereno, serio, tristón. Todas visten un hábito oscuro y tupido, pesado y medieval. A pesar del sepia se advierte el verde denso del fondo tras ellas, de un follaje salvaje. Encinas, o quizás robles. Parece un lugar bello aunque, al pie de la foto, la letra manuscrita en tinta lilácea advierte: Penitenciaría de Santa Quiteria, pabellón de las locas. Y así es: en ese pabellón vivió algunos años de su vida la desdichada. Pero salió de él. ¿Cómo llegó hasta allí y qué sucedió tras el encierro?
Siendo muy joven, María Engracia Jumilla descubrió en las miradas de su padre, su tío y su hermano Saturnino la amenaza del varón. Se las ingenió para ir provista de armas defensivas: cuchillos de cocina, hoces bien afiladas y otros aperos de labranza de corte fino. Así se labró su fama de mujer inaccesible.
En el pueblo se murmuraba que Saturnino Jumilla ni se casó ni tuvo hijos por razón del encuentro que tuvo con su hermana María Engracia, en la adolescencia. Cuenta la voz popular que ella le emasculó bajo una higuera en la salida del pueblo, lugar en donde brota la fuente conocida como La Fuente del Príapo. Tras el incidente con el hermano bajo la higuera, María Engracia desapareció del pueblo para siempre.
A los veinte años, María Engracia fue apresada por el alguacil de Sant Ferriol d’Entremont junto a otras cuatro mujeres, acusadas de bandolerismo en los caminos. Aunque el auto judicial habla de una extraña cuadrilla femenina de carlistas, la sentencia soslayó el carlismo. La condenaron por asalto y robo a muchos años de presidio en Santa Quiteria, y allí le sacaron la fotografía en sepia, en una fecha imprecisa.
El cronista cuenta que no tardó en cambiar su destino y así se demuestra, de nuevo, que María Engracia siempre fue dueña de su vida. Tras mandar varias misivas al obispado, a la judicatura y al Secretario del Estado Vaticano, a María Engracia le fue condonada la pena por el ingreso en un convento de clausura del litoral catalán, quizás de la orden las Clarisas descalzas.
Una vez hechos los votos descubrió que el convento no le garantizaba la preservación de la integridad femenina. Entre sus papeles, tras su muerte, fue hallado el “Memorándum razonado de vicios, pecados y enfermedades morales del convento”, en donde relató, con detalles escalofriantes, las actividades lúbricas de las monjas y las licencias que se tomaban con Sapurio, el jardinero sordomudo que les cuidaba el huerto. En su libro, María Engracia nombra la desnudez de los pies de las profesas como una posible fuente de depravación, lo que abundaría en la hipótesis de que se hallaba con las clarisas. El manuscrito llegó a manos de los anarquistas locales, que lo publicaron y con las pingües ganancias compraron varios quilos de dinamita.
Cuando contaba unos treinta años, María Engracia se encerró en su celda para siempre y de acuerdo con un pacto firmado con la Madre Abadesa. Fue entonces cuando empezó a confeccionar una urna oblonga, hecha de retales de tela untada con miel de abejas y con saliva, que fue construyendo alrededor de sí misma tal como lo hacen los gusanos de la seda. La labor la ocupó durante no menos de dos años. Para culminar su tarea selló la urna con sus propias heces y permaneció en el interior. Hasta que le sobrevino la muerte por inanición.
El asunto fue descubierto meses más tarde por dos de las hermanas del convento, y con el consiguiente horror de ambas. Pero, al romper el capullo, un olor a rosas y a santidad las hizo caer a ambas de rodillas, y echáronse a rezar las dos monjitas, de hinojos, entre llantos y sollozos, rezos y vivas a la virgen santa.
Tras el deceso, se inició el proceso de beatificación de María Engracia Jumilla. El Vaticano lo desdeñó, pero aún y así es venerada en las comarcas prelitorales como la Virgen de la Crisálida Luminosa.