Ocurre que un día te apercibes de que las palabras, los recuerdos, los atardeceres o el color de unos ojos no se borran. Perduran más allá del mero encuentro y se adhieren a ti como esos tatuajes de moda, los cuales debes llevar a donde quiera que vayas.
Pero a diferencia de los tatuajes, esas sensaciones, esas luces… traspasan los músculos, los huesos y se alojan en el tuétano, en los sesos; con la particularidad de que no han pedido permiso para invadir tanta intimidad. Ruidosos y desvergonzados, rebrotan en los lugares más inoportunos, al principio con cierta timidez para, poco a poco, hacerse molestos e insistentes hasta que consiguen irritarte.
Entonces, les abres la puerta para que se vayan por donde vinieron, pero fracasas tantas veces como lo intentas. Los huéspedes, los tenaces e inoportunos huéspedes, permanecen a tu pesar, descubriendo un buen día, con cierto estupor, que son parte inseparable de ti, como tu pelo, tus años, o tus ojos.
En esta situación te preguntas qué puedes hacer para que no invadan la totalidad del recinto. Se impone cierta cordura y llegas a un pacto: ellos no se harán muy insistentes y agobiantes y, en contrapartida, tú serás el que los muestre al mundo exterior, el que los presente a los familiares más queridos, a los amigos más íntimos y más adelante, si perdura el trato, les presentarás a conocidos y compañeros de trabajo. Incluso, a gente desconocida, pues te has dado cuenta de que esa relación tiene, al menos, algo bueno: te hace audaz, y con la excusa de darlos a conocer, te topas con personas con las que nunca hubieras pensado contactar.
Personas, en general, bondadosas, que se hacen amigas tuyas y un buen día te confiesan que ellas también tienen ese problema anidado en su interior, pero pasado el tiempo –es un consuelo–, se han acostumbrado a convivir con él y, en algunos casos, sólo en algunos casos, han llegado a ser felices.
A menudo, estas gentes te hablan, a su vez, de otras personas con el mismo problema y te informan de que son conocidas por la sociedad con el nombre de poetas. Te hablan de que existe otro espécimen parecido: los escribidores de versos, pero a diferencia de los poetas, estos nunca llegan a amar a los huéspedes, a lo más los exhiben rodeados de ropajes hueros y académicos, hasta ridiculizarlos.
Cuando oyes estas cosas se hace la luz y acabas entendiéndolo todo: ¡era la poesía!, el origen de la turbación.
Así, todo tiene ahora sentido: las sierras iluminadas, las acuarelas de nácar, la música de las verbenas, los veranos antiguos, el olor a rastrojo, a matalahúga, los azules, la soledad buscada, la retama, tu casa encendida, el alféizar preñado de geranios, los vencejos libres venciendo al viento, la luz fugacísima de la mañana, la sencilla geometría de las flores. Tus labios entreabiertos.
Y el millón de historias de la ciudad infinita.