Los muertos

Casi lloré de emoción al ver esa escena en el cine
Fotograma de la película Dublineses (Los muertos), de John Huston

Estos señores de La Charca no se enfadarán, porque es verdad que no es un relato de Navidad, pero sí que es del día de Reyes, que no deja de estar integrado en las Navidades. Y es que la acción de Dublineses (Los muertos), primero relato de James Joyce y luego película de John Huston de 1987 que lo adapta fielmente, tiene lugar inicialmente en una cena de celebración de la Epifanía —que la llaman ellos— en casa de las señoritas Morkan, unas ya viejas damas que reciben anualmente a familiares y amigos venidos para la ocasión incluso de fuera de Dublín. 

Las señoritas Morkan solo tienen una sirvienta, pero todos los asistentes echan una mano para que la velada salga lo mejor posible. Unos ayudan a salir de sus coches de punto a los otros, hay quien ya está especializado en trinchar el pavo y los demás hacen en la mesa una cadena con los platos hasta que estos llegan a sus destinatarios. Unos y otros se esfuerzan en hacer como si la cita fuera un encuentro cultural de alto nivel, tocando el piano, cantando o comentando las últimas óperas que han visto; si bien, en el fondo, muchos saben que si no fuera ahí no tendrían dónde acudir en día tan señalado. Hay algún comensal que, a la chita callando, da buena cuenta del brandy, superando la ingesta del borrachín de turno, del que surgen comentarios aprobatorios acordando que “este año ha estado bastante mejor que el anterior”, en el que se ve que se pasó de rosca.

Mientras el sobrino de las Morkan, Gabriel Conroy (que ha leído a satisfacción, a los postres, el discurso que ha ido repasando a escondidas previamente) y su mujer Gretta bajan ya la escalera para regresar a su hotel, esta última queda conmocionada por una canción que arriba, en el descansillo, les cantan como despedida.

Al llegar a su habitación de hotel, Gabriel ve a su mujer extrañamente ausente. Tras su insistencia, Gretta le explica que la canción oída, cuya triste letra hablaba de una muerta, le había traído a la mente a un antiguo conocido, Michael Furey, que a los diecisiete años —confiesa respondiendo a las preguntas de un atribulado Gabriel— «creo que murió por mí».

Gretta saca de su cuerpo, entonces, todas las angustias guardadas tanto tiempo y relata cómo ese desdichado jovencito acudió a despedirla estando enfermo como estaba, pese al temporal, cuando le escribió que se iba a ir y esperaba reencontrarlo al año siguiente. Viéndolo en fatal estado, le pidió que regresara a su casa, porque ese tiempo le iba a matar. Él lo hizo, pero tras contestarle que no deseaba vivir. A la semana se enteró de su muerte. Justo tras decir eso, Gretta corre y se lanza, entre sollozos, a la cama.

Es tras esto, Gretta ya dormida, cuando Gabriel tiene un momento de esos de suspensión, en el que se entiende, de golpe, casi todo; en el que, por primera vez, las piezas encajan. 

Cojo mi ejemplar juvenil de Gente de Dublín (es un librito argentino que compré y leí en el verano de 1973, con portada muy bonita, pero seguramente traducción no muy boyante) y transcribo su reflexión, tal como fue contada por Joyce, y de forma tan efectiva, utilizando monólogos y precisas imágenes, recogida por Huston:

«La vio dormir, como si nunca hubieran vivido juntos como hombre y mujer. (…) No quiso confesar ni para sí mismo que la cara de ella ya no era hermosa, pero sabía que ya no era el rostro por el cual Michael Furey había desafiado la muerte.

«(…) Recordó su propio conflicto emocional de una hora antes. ¿De dónde había procedido? De la peña de su tía, de su propio y estúpido discurso, del vino y la danza, (…). ¡Pobre tía Julia! Pronto sería ella también una sombra que se uniría con la sombra de Patrick Morkan y de su caballo. Él había sorprendido aquella expresión agobiada predecesora de la muerte en la casa de su tía: duró un instante, mientras ella cantaba ‘Arrayed for The Bridal’. Pronto quizás volviera él a sentarse en aquella sala, vestido de negro y con el sombrero de seda en las rodillas. Las cortinas estarían corridas y tía Kate, sentada junto a él, lloraría y se sonaría la nariz mientras le relataría la muerte de tía Julia. (…)

«(…) Uno tras otro, todos se estaban convirtiendo en sombras. Era mejor pasar valientemente al otro mundo, en la gloria total de alguna pasión, que desvanecerse y marchitarse despaciosamente con los años. Pensó en cómo la que estaba acostada junto a él había guardado en el corazón por tantos años la imagen de su enamorado cuando le dijo que ya no deseaba vivir.

«Abundantes lágrimas llenaron los ojos de Gabriel. (…) Su alma se había aproximado a la región habitada por la vasta multitud de los muertos (…).

«Pocos y leves golpecitos en la ventana lo hicieron volverse. Había comenzado a nevar nuevamente. Vio cómo los lentos copos, plateados y oscuros, caían oblicuamente en el haz de luz de la calle. (…) (La nieve) también caía en todos los rincones del solitario cementerio de la colina donde fuera enterrado Michael Furey. La nieve permanecía amontonada sobre las inclinadas cruces y sobre las lápidas, sobre las puntas de la pequeña reja de la puerta, en los áridos espinos. Su alma desfallecía lentamente mientras oía caer la nieve sobre el Universo. Caía suavemente, como si se tratara del advenimiento de la hora final, sobre los vivos y los muertos».

Aunque la traducción se aprecia claramente mejorable (parece que existe una posterior de Guillermo Cabrera Infante…), yo creo que se ve el tour de force que supone este final del cuento y libro de relatos que supuso Dublineses, que Huston adaptó como monólogo interior —en off— e imágenes sombrías.