Los circos de mi infancia

Casa de citas


La mía fue una infancia sin televisión ni apenas cine. La televisión, porque todavía no se había inventado; el cine, porque no era barato. Sin embargo, sí que hubo circo, bastante circo, que yo recuerde. Y no solo en sentido figurado.

En la planta baja donde vivíamos en Valencia, al cuidado de mi madre, mis tías y mi abuela, yo jugaba a recortar revistas de modas que pegaba sobre un cartón para que las figuras se mantuviesen tiesas, y organizaba con ellas cabalgatas de gigantes y cabezudos, bandas de música y custodias, como la de la procesión del Corpus. Recuerdo que, con mi abuela y mis tías, íbamos bastante a misa, mientras que mis padres hacían un poco su vida, yéndose a la Casa Grande a pasar el domingo y comerse una paella, cocinada por ellos mismos, en el patio trasero de la vivienda. A mi madre no le gustaba demasiado la Casa Grande, que estaba en Mislata, bordeando el campo y las acequias, porque ella era más del centro de la ciudad.

Mi padre enseñaba contabilidad y taquigrafía en una academia de poca monta y se empeñaba, además, en hacer negocios vendiendo sacarina por las casas y fracasando en otras iniciativas industriales que había leído en un libro muy gordo de la Biblioteca Valenciana. Por su parte, mi madre cosía abrigos, vestidos y faldas con una Singer de segunda mano, a beneficio de unas cuantas clientas que podían pagarse el capricho, y, con lo que obtenía, completaba el exiguo sueldo de su marido. En la mente de mi padre siempre anidó el deseo de hacer algo más, algo distinto y provechoso, como seguir tocando el piano y cantar canciones de Bola de Nieve en el salón Olympia, los sábados por la noche, como hacía en la posguerra, antes de casarse. Pero eso no daba para vivir. De manera que no tuvo otra opción que preparar oposiciones para hacerse maestro nacional, donde esperaba ganarse mejor la vida. Cuando yo tendría unos ocho años, mi padre se puso a estudiar en serio o, al menos, eso dijo que hacía en la Casa Grande, para presentarse a los exámenes que estaban convocados a primeros de julio.

Cada noche, después de cenar, cogía el tranvía y se marchaba a Mislata para sacar algunas horas de estudio. La Casa Grande se había comprado con la herencia de mi abuelo y era una vivienda destartalada que, durante años, permaneció inhabitada en una calle sin asfaltar, cerca de una vaquería y un corral de ovejas. Así era la Mislata de los 60, o así es como yo la recuerdo, aunque mi memoria puede estar distorsionada. Cerca de la Casa Grande vivía una troupe de artistas circenses que pertenecían a conocidas familias de la profesión. Mislata fue durante el siglo XX tierra fértil para artistas de circo y feriantes. Los malabaristas, acróbatas, caballistas, alambristas, payasos y bailarines de Mislata se prodigaron durante décadas en los circos locales y nacionales, e incluso alguno de ellos entró a formar parte de circos internacionales, como el estadounidense Ringling. Mi padre sabía dar sus nombres: la familia Cortés, Alejandro Bañuelos, los Castilla, la familia Segura o las Hermanas Duarte, todos ellos oriundos de Mislata o de las proximidades. Él los conocía a todos o decía conocerlos.

En las vacaciones de Navidad, mi padre se presentó en casa con un par de entradas para el circo. Mi madre no estaba para perder el tiempo, así que me fui con él hasta una carpa modesta que había montada a espaldas del cine Rex. Las entradas no eran para la Plaza de Toros, donde los Hermanos Tonetti ofrecían un espectáculo con fieras, bajo la lona del Circo Atlas. Mi padre tenía entradas para el Circo Maravillas, creo que se llamaba así, donde, en lugar de fieras, salían perritos amaestrados a cargo de una tal Conchita Garrido, domadora, y, en lugar de trapecistas, había equilibristas, ciclistas sobre una sola rueda y payasos musicales. Yo soñaba con algo más emocionante, como contemplar los osos del Circo Ruso o los tigres del Circo Americano. Incluso en el cartel del Circo Atlas, que era un circo español, aparecían focas, chimpancés, trapecistas, caballos y los famosos Hermanos Tonetti, risas aseguradas. En el Circo Maravillas todo era más triste y escaso, aunque más auténtico, sostenía mi padre. Conseguí, eso sí, un pequeño xilófono que me regaló Conchita Garrido, la domadora, al acabar una de las funciones. Porque íbamos al Maravillas muy a menudo. A mi padre le encantaban los perritos amaestrados que aparentaban caminar como humanos, arrastrar el cochecito de un bebé, irse a la mili o jugar al fútbol vestidos con el equipo del Barcelona y del Valencia.

Una tarde me llevó a la Casa Grande y descubrí que allí, en el amplio patio trasero de la vivienda, se ataban los perritos de la domadora. También se guardaban los monociclos de los saltimbanquis, los baúles con la ropa de los gimnastas, el pedestal y las escaleras de los acróbatas… Mi padre me contó que les alquilaba el patio como almacén y local de ensayo, y me pidió que no contara nada de esto en casa. Dentro de la vivienda, sobre la mesa del comedor y bajo un flexo, se acumulaban los libros y papeles de las oposiciones, en un ambiente que, ya entonces, no me pareció propio de estudio. Finalmente, aquella tarde, Conchita Garrido, que andaba por allí, me acarició la cabeza y suspiró sobre lo guapo que era y lo bien que me portaba en el circo de la mano de mi padre. Me mandaron a comprar unos cromos al quiosco de la esquina y, al volver, me pareció ver a Conchita muy abatida y enjugándose las lágrimas. 

Mi madre no quiso saber nada de la Casa Grande ni de los trapicheos de mi padre durante varios meses. Yo callé la boca y guardé para mí lo que sospechaba, y que era algo muy incierto, porque entonces los chiquillos éramos muy inocentes.

Antes del verano y de los exámenes de oposiciones, el Circo Maravillas experimentó un cambio radical: de repente se reconvirtió en el Radio Cirkus, una entidad pensada para viajar a Alemania y alegrar la vida de los emigrantes españoles. Montaron la carpa en los solares del antiguo hospital y en su interior erigieron un escenario rectangular, como el de un teatro, donde ofrecían un espectáculo de variedades, con gimnastas, magos, payasos, rapsodas, un trío de acordeonistas y un coro de señoritas, un tanto ligeras de ropa que cantaban canciones picantes:

Con el chiqui, chiqui, chiqui, chiqui del tren

Con el chiqui, chiqui, ¿dónde está el revisor?

Paren este trasto que me tengo que apear

en la próxima estación.

Cuando yo era pequeñito,

me gustaban las galletas,

y ahora que soy mayorcito

prefiero un par de tetas…

Acabada la función, mi padre insistió: ni se te ocurra cantar esta canción en casa, ni decir a tu madre que te he traído hasta aquí. Lógicamente asentí, acostumbrado como estaba a chapotear entre fingimientos y mentiras piadosas que evitaran incendiar el ánimo de mi madre.

Conchita Garrido que, por aquel entonces, formaba parte del conjunto coreográfico del Radio Cirkus, viajó a Alemania y se quedó a vivir allí, liada con un trabajador del metal. Mi madre se hizo la longuis y hablaba con aparente indiferencia de “Conchita, la de Alemania”, de la que, a veces, recibíamos alguna carta. Mi padre aprobó las oposiciones, se convirtió en maestro nacional y nos fuimos a vivir a otra parte, lejos de la Casa Grande, de Mislata, de Valencia y de los ambientes circenses. Y esto lo cuento ahora porque soy el último superviviente de aquella historia y no puedo hacer daño a nadie contándola.

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