El mago Li Chang se llamaba en realidad Joan Forns y era de Badalona. Nació en 1916, un año antes que mi padre. Ambos coincidieron en el mismo batallón y combatieron a favor de la República en las márgenes del Ebro, o eso contaba mi padre. Se hicieron amigos. Cuando mi padre fue herido en Serós, se separaron. Meses después se reencontraron en el campo de refugiados de Argelès. El tiempo compartido allí, en condiciones misérrimas, afianzó su amistad. Forns había sido aprendiz de panadero y luego ilusionista. «Caballero Forns» se hacía llamar cuando, de bien jovencito y vestido con frac, ejecutaba números de magia en la carpa familiar. Más tarde, fascinado por el mago británico Fu-ManChú, adoptaría el nombre artístico de Ling-Fu y, después, el de Li-Chang, con el que despegó profesionalmente en los años cuarenta, disfrazado con kimono, sombrero chino, coleta y la cara pintada de azafrán.
Mi padre contaba que en Argelès se las ingeniaron para organizar sesiones de magia y humor en los barracones a cambio de cigarrillos. Forns había conocido a Partagás, propietario de El Rey de la Magia, en Barcelona, y al escolapio Wenceslao Ciuró, uno de los grandes divulgadores de la magia en España. Desde el inicio de la guerra civil, el Padre Ciuró residía en Francia, ejerciendo en una parroquia de la Champaña. Forns, que lo sabía, consiguió que le enviase un par de barajas, bolas flexibles y cubiletes trucados, con los que entretener a sus compañeros del campo. Mi padre, por su parte, sabía contar chistes larguísimos y llenos de intención que hacían tronchar de risa a los presentes, como aquel del moro, el mariquita, el gangoso y el tartamudo que jugaban al dominó. Esa habilidad para captar la atención y lograr la carcajada ajena lo acompañó durante toda su vida, aunque sin éxito.
En una ocasión, lograron que una recién casada de Argelès les brindara su ayuda. Después de haberse enterado de su matrimonio por la prensa, le escribieron una carta de felicitación en su mal francés y, a los pocos días, madame Robert y su marido se presentaron en el campo con un paquete de embutidos, queso, galletas y mantequilla, y una fotografía de su boda, dedicada a «esa pareja de republicanos españoles, que supieron ganarse nuestro aprecio». La fotografía yace ahora en la caja de cartón en la que guardo algunos recuerdos de mi padre, un tipo avispado pero sin suerte. «Las cosas son como son —solía decir, encogiéndose de hombros—. Tanto da ocho que ochenta».
Tras su regreso a España, dejaron de verse. Mi padre vivía en Valencia; Forns, en Barcelona. Mi padre compaginó su trabajo con los estudios de magisterio y ganó las oposiciones a mediados de los cincuenta. Por su parte, Forns se centró en el mundo del espectáculo y logró triunfar como ilusionista.
Desde 1942, Li Chang, apodado el demonio amarillo, recorrió los principales teatros y circos de muestro país con números de magia de mediano y gran formato: aros chinos, pañuelos de seda anudados que, misteriosamente, se desanudaban, apariciones y desapariciones insospechadas, la evasión en la red y su famosa «fuga ultrarrápida», que efectuaba en un tiempo inverosímil. Siempre suntuoso, ágil y preciso, con gestualidad «exótica» y acompañado por músicas vagamente orientales. Li Chang actuaba con su esposa —que usaba el sobrenombre de Miss Foo-Lin—, a la que metía dentro de un baúl para hacerla reaparecer después al fondo del teatro, entre aplausos de los espectadores.
Li Chang paseó su arte por otros países (Portugal, Francia, Italia, Bélgica, Mónaco…) y adquirió categoría internacional. Se le pudo ver en el Circo Krone (Munich), en el Price (Madrid), en el Moulin Rouge (París), en el Ringling Bros (EUA) y en el Gran Casino de Niza. En España capitaneó espectáculos de variedades, rodeado de bailarinas ligeritas de ropa. Así se presentó en el teatro Ruzafa de Valencia, con una revista que podría haber sido El embrujo de Asia, El sueño de una noche en China o El Dragón de oro… Corría el año 1952. Yo acababa de nacer y mi padre acudió al Ruzafa para comunicarle la buena nueva.
Hay una fotografía de mi bautizo en los Santos Juanes de Valencia con Li Chang vestido de calle y sosteniendo un cirio. Su condición de negociante del espectáculo le permitió, tras el bautizo, invitar a mi familia a un chocolate en Santa Catalina. Así me lo contaron. De ahí que siempre considerara a Li Chang como mi padrino, a pesar de que el padrino oficial fuera otro, alguien sin dinero ni fama en las candilejas.
El trato con Forns se prolongó en una época en la que mi padre se desesperaba por salir de la pobreza. Escribía relatos de humor que mandaba a concursos literarios y nunca le premiaban. Colaboraba con revistas de poca monta a cambio de un café. Se jugaba la calderilla en el canódromo. Inventó artilugios de cocina que nadie quiso fabricar. Recuerdo una temporada en la que, con la ayuda de Forns y de otro amigo que tocaba el clarinete, compusieron una canción para el Festival de Benidorm. La canción se llamaba ¡Ay, Carmela!, en honor a mi madre, y era un tango con ribetes de rumba que, en opinión de mi padre, sería un éxito. La idea de Forns era convertirla en una rumba sin más, a lo que mi padre se oponía, como devoto que era de Carlos Gardel. «El chino —decía, adoptando el gesto y la sonrisa taimada de Li Chang en escena—, siempre tila pala casa«. La canción ni siquiera fue seleccionada y sumó un fracaso más en la trayectoria de mi progenitor.
Cuando mi padre murió (y lo hizo de repente) en 1992, Forns hacía tiempo que se había retirado de la escena. El tiempo y el trabajo de cada cual les había llevado a perder el contacto. Sin embargo, Forns se enteró de la muerte de mi padre y apareció en el crematorio municipal de Valencia, al que se desplazó desde Barcelona con uno de sus hijos. Le abracé y le comenté que mi padre había mantenido su buen humor hasta el final. En efecto, cuando llegué a casa para verle muerto, lo habían acostado en la cama del revés y así permaneció hasta que llegó la funeraria. Mi padre aparentaba estar dormido y sonriente, como si aquel suceso fuese en realidad una broma, un truco de magia que se resolvería con una resurrección inesperada, entre las carcajadas y aplausos del público. Pero no fue así. El teatro de la vida carece de doble fondo.
Recuerdo que éramos pocos en la ceremonia, pero allí estaba Li Chang, tan mayor y envejecido como mi padre, extendiendo una bandera republicana sobre el féretro. Pensamos que iba a decir unas palabras y se hizo el silencio en la pequeña sala del crematorio. «Ahora lo veis —susurró el mago con gesto solemne—, ¡y ahora ya no lo veis!». Y cuando levantó la tricolor, el ataúd había desaparecido tras las cortinas que nos separaban de la incineradora.
Li Chang falleció seis años después en Barcelona.