Las zapatillas rojas, los cines de barriada y los programas dobles

A la luz de las estrellas


No era previsible que la mayoría de los cines de mi ciudad desaparecieran antes que yo, pero sí lo era que escribiese a partir de una idea, se entrometiera otra —aunque venida a cuento gracias a la primera— y me centrase en la recién llegada, destinada a su vez a ser relegada irremediablemente por una tercera por culpa de mi inquieta imaginación. Pero esta, aunque casquivana, en el fondo es fiel y muy práctica (es Tauro), así que nunca abandona las ideas aparentemente descartadas porque cuenta con ellas. En el instante oportuno desanda el camino por el que se han ido quedando y, una vez arrejuntadas,  juega astutamente con todas las ideas (hasta las peregrinas), para ponerlas a tono y conseguir que convivan en buena armonía con su creador, como las ex-suegras de Xavier Cugat, que se llevaban la mar de bien entre ellas y con el ex-yerno. 

Desandado el camino —y borradas las huellas para despistar a posibles plagiadores, reales o virtuales—, aquí está lo que ha dado de sí el recorrido: 

a) La película Las zapatillas rojas se estrenó en Barcelona en Mayo de 1950 y pasó a los cines de barriada en diciembre de ese mismo año. En uno de ellos, el Aristos, la vi con mis hermanos en un sorprendente programa doble con Bambi. Los designios de Dios son inescrutables, pero con buena voluntad se puede encontrar cierta lógica en determinadas ocasiones. Los de quienes programaban las salas de sesión doble en aquellos tiempos podían ser desconcertantes. 

La película está basada libremente en un cuento de Hans Christian Andersen. La producción, guión y dirección corrieron a cargo del tándem The Archers, formado por Michael Powell y Emeric Pressburger. El uso del color y de la iluminación fue esencial para crear el clímax adecuado; de ello se encargó un experto operador de cámara, Jack Cardiff, más tarde director. Era una producción centrada en el ballet, de forma que el reparto estuvo formado mayoritariamente por destacados bailarines y coreógrafos. La banda sonora la compuso Brian Easdale. En cierta medida la película constituye un fascinante ejemplo de cine dentro del cine

Vicky, la protagonista, (Moira Shearer, 42 años al filmar), es una joven bailarina a la que en plena representación del ballet uno de los intérpretes, un diabólico zapatero, hace que sus zapatillas blancas sean sustituidas por arte de magia por otras rojas. A partir de ese momento, no podrá dejar de bailar cuando las lleve puestas, como en el cuento. En la versión cinematográfica, Vicky es una mujer, no una niña, y las zapatillas interferirán de una forma decisiva en su vida profesional y amorosa. Su compleja relación personal con el empresario Lermontov (Antón Walbrook) y el compositor y director musical del ballet, Craster (Marius Goring), y su dependencia de las zapatillas, la llevaran a la desesperación y al suicidio. No hay, pues, el final moralizante del cuento de Andersen, en el cual Karen, la niña, se da cuenta de que ha obrado mal desoyendo los consejos de su tutora, se arrepiente y cambia de actitud.

Las zapatillas rojas, contra todo posible pronóstico, no me resultó aburrida, incluso me deslumbró en determinadas secuencias. Sin embargo, con ocho años, mis hermanos tuvieron que aclararme ciertos detalles, mientras la veíamos y también a posteriori, porque en bastantes momentos me había quedado a dos velas. El final, con Vicky saltando al vacío desde un balcón cuando va a pasar el tren, me impresionó, por más que se pudiera intuir que la cosa iba a acabar mal. Me quedé algo encogido viendo el cuerpo ensangrentado. Una impresión con secuelas duraderas: todavía cuando espero un tren en el andén de una estación o el tranvía en una parada, me sitúo a una distancia prudencial e incluso retrocedo un pasito cuando se acerca, por si las moscas… 

b) Tres años después volví a quedarme fascinado —o más bien, intrigado—, con la secuencia inicial del leñador caminando por el bosque en Rashomon, (Akira Kurosawa). Sucedió en una terraza de cine de verano de Jumilla (Murcia). La mayor parte del público se fue tomando progresivamente a cachondeo la larga secuencia. Sin embargo, conforme se desarrollaba la acción, con las diversas versiones del asesinato del samurái y la aparente violación de su esposa, la mayor parte del público terminó por entrar en el partido y se acabaron los comentarios jocosos. Un buen guión, una gran fotografía e intérpretes adecuados, conducidos por las manos expertas de un gran director, pueden atrapar al espectador más recalcitrante. El público tiene que hacer un esfuerzo al que no suele estar acostumbrado, es cierto; la trama exige que ponga algo de su parte y deba interpretar lo que ve. No es fácil; así que el suspiro de alivio cuando terminó fue general, seguido sin solución de continuidad por una explosión de júbilo ante el comienzo de la siguiente película, Un caballero andaluz. Fue un contraste tan exagerado que a mi hermana y a mí se nos escapó la risa. Con las andanzas del caballero y rejoneador (Jorge Mistral) y la gitana ciega (Carmen Sevilla) en aquel melodrama folclórico-taurino, me aburrí como una ostra y el suspiro de alivio cuando se terminó fue mío. Fue otro caso claro de programación diabólica.

c) El Aristos estaba ubicado en la calle Muntaner, cerca de la Diagonal. Inició su andadura a finales de 1943 y la terminó en 1965, para convertirse dos años después en el Teatro Moratín. Nuestro cine habitual era el Alondra, en la calle Córcega, entre Aribau y Muntaner, muy cerca de casa, pero a veces íbamos al Aristos o al Miria, en la calle Provenza, en la esquina del Pasaje Domingo. 

Esta tercera sala no nos gustaba, preferíamos las otras dos. El motivo era que el portero que cortaba las entradas era un borde y ponía pegas a causa de mi edad o la de mi hermana, dado que mi hermano ya tenía 14 años. Por su actitud, es bastante probable que le fastidiase que no pasáramos por taquilla: lo hacíamos con invitaciones. Nos cortaba las entradas con displicencia, como si nos hiciera un favor dejándonos pasar. Mascullaba algo entre dientes, ininteligible pero fácil de interpretar: para él éramos hijos de unos enchufados. Como el hecho de disfrutar de este tipo de localidades se presta a interpretaciones erróneas, lo comentaré en otro momento. Permitirá conocer aspectos desconocidos de la vida cotidiana de aquella época, en la cual, más que en cualquier otra que haya vivido, las apariencias engañaban. 

Corto y cambio. O sea: lo envío a La Charca y continúo con otro trabajo, porque después de unas semanas desansiao, llevo unos días que escribo con una intensidad sorprendente. Al acomodarme los pies sobre la mantita que pongo para aislarlos del frío, la vista ha caído sobre las zapatillas que llevo puestas, las de estar por casa. Azules. Me ha venido un recuerdo, como un impacto súbito: la joven que me las vendió. Al darme la bolsa dijo: «Se sentirá tan a gusto con ellas que no se las podrá quitar». ¡Vaya por Dios! 

En fin, seguiré puliendo los setenta trabajos que tengo simultáneamente en danza… ¡Je, je!, como un ballet: Las zapatilla azules de felpa.