Desde hace ya un tiempo buscaba tema para escribir otro artículo de esta serie, pero no me surgía nada. Debe ser que el cine que veo últimamente ya no me conmueve como debiera o que, de tanto ver desastres por todos lados, uno endurece la piel y se queda insensible.
En éstas estaba cuando en una correspondencia como las de antes que mantengo, hablando de cine surgió el llanto estremecedor de Nico en «La cicatriz interior» (Philippe Garrel, 1972) y rápidamente tomé una nota en mi libretita multiuso. Si las últimas películas de Garrel apelan a los sentimientos, siempre basándose en el recuerdo de algún episodio de su ajetreada vida sentimental, esta película de los inicios de su carrera, siendo totalmente diferente, viniendo tras otras películas con las que se emparenta sólo por lo críptica que es, supone una inyección en vena, profunda, de sentimientos.
He vuelto a ver esa secuencia, prólogo de una película que luego va por derroteros diferentes, aunque igualmente misteriosos. Nico viste en ella una túnica amplia. Luce unas pestañas kilométricas y un saturado maquillaje. Está dejada caer, sentada en un extenso y plano desierto, como un reseco mar de sal. Su mano derecha la tiene cogida el mismo Philippe Garrel, ahí de pie, embutido a la sazón en unos estrechos pantalones y un chaleco abotonado sobre su camisa. Una melenita cortada a pico le hace parecer, según cómo, un juglar medieval. Garrel mira hacia otro lado, como si no escuchara los descarnados llantos de Nico, quien se le queja amargamente de que no puede respirar y le pide sollozando ayuda. Él le tira del brazo y, al no poder arrastrarla, se desprende de ella, comenzando a andar en lo que parece un larguísimo travelling, mientras en la banda sonora arranca una de esas composiciones de la cantante con su bronca voz acompañándose de su armonium.
Lo que parecía un largo travelling siguiendo a Philippe Garrel mientras camina por el desierto, su cuerpo entero cubriendo de arriba a abajo la pantalla, con las montañas de fondo, descubrimos que era en realidad una panorámica de 360º, pues sentimos de nuevo los sollozos de Nico, viendo cómo Philippe la alcanza, pasa por encima y recorre otro círculo de 360º hasta dar de nuevo con ella. Tras este nuevo reencuentro, ella sigue desesperada con sus lamentos, se levanta y la emprende a empujones con él, diciéndole que no lo necesita, alejándose entonces hacia el horizonte, mientras tiene lugar un suave fundido en negro.
No logro razonar las causas de la turbación, de la fuerte emoción, que aún ahora, sintiéndola ciertamente en el filo del ridículo, me ocasiona esta escena. Será el desierto, será la música envolvente de Nico, sus lamentos, será lo que sea. El caso es que algo de ahí dentro, profundo, como lo que en ocasiones arroja un volcán, se me remueve. Es posible que sea simplemente el efecto de conocer -y reconocer- que un llanto puede salir de las entrañas.