No hace mucho en una clínica de México D. F. un paciente intentó amputarse los pies con una sierra de cortar metales. Cuando se lo impidieron les refirió a los psiquiatras su temor de que al dormirse lo atacaran los dedos. Al encontrarse descalzo, en la cama, el hombre tenía por costumbre observarlos largamente. Los veía contraerse y erguirse al unísono y no tenía conciencia de que tales movimientos partieran de su voluntad. Los espiaba como a una fila de feroces soldados formados por orden de estatura. Las uñas se le antojaban rostros amenazantes. El pequeño tamaño de esos seres extraños que vivían pegados al último extremo de su cuerpo no atenuaba la sensación de peligro. Eran animales ajenos a él; no pertenecían a su verdadero yo: eran parte de los otros.
El infierno son los otros, proclama Sartre por boca de uno de sus personajes en la obra teatral A puerta cerrada. Lo descubre Garcin, el cobarde que finge ser valiente. Antes de eso otro personaje, Inés, manifiesta: «el verdugo es cada uno de nosotros para los otros». ¿Somos todos verdugos reales o potenciales? ¿Son aquellos con los que convivimos nuestros verdugos probables?
El infierno son los otros; el infierno es la mirada del otro, que supedita tus actos, los reprueba, los aplaude, los menosprecia. La física cuántica enseña que la mirada del observador condiciona la conducta del objeto observado. ¿La mirada ajena gobierna nuestras acciones al igual que el pastor conduce el ganado al corral? Pero el otro, salvo para los insanos como el automutilador de México D.F, siempre está fuera del cuerpo. ¿Quién es el otro? ¿Quién es yo? Porque si mi yo es mi cuerpo, si me amputan un miembro soy menos yo. ¿Es mi yo también las prolongaciones del cuerpo? ¿Son mis gafas partes de mi yo?, ¿lo es el nuevo implante dental? ¿Y el teléfono móvil?, ¿y qué de mi nuevo ordenador, con el que comparto tantas horas de mi vida? ¿Dónde acaba mi yo y empieza el otro? ¿Mi mujer es el otro por tener su propio cuerpo, independiente del mío? ¿Qué pasa cuando nuestros cuerpos se funden, se abrazan, se ensamblan y se mezclan los jugos más íntimos? ¿Sigo siendo el otro para la otra, sigue la otra siendo otra para mí? ¿Cuál es la gradación que determina la alteridad? Porque podría pensar que los extranjeros son los otros y los propios son menos otros; pero podría suceder a la inversa, y en último extremo, al igual que el demente de México, podría llegar a creer que parte de mi cuerpo me es hostil. ¿Es el vasco el otro? ¿Lo es el catalán, lo es el moro? ¿Está el otro en mi interior?
El infierno son los otros. Y también el cielo, que puede estar en la mirada del otro: del que te ama, del que se complace en la visión de tu cuerpo. Es la mirada buscada: «Mírame mamá», reclama el niño, ansioso de que la madre sea testigo de sus hazañas. La mirada del otro, benévola o amenazante, admirativa o asqueada, llena de deseo o cargada de rencor, es la mirada que confirma que estás vivo.
Imagen Silvia Japkin, Ways of reading