Leemos muy poco, incluso quienes se jactan de leer un par de libros semanales, o más aún, los que afirman leer un libro diario, leen una minúscula porción de lo que se publica.
Echemos cuentas, en España se publicaron 87.292 títulos en 2017, un poco más que en 2016 (81.391), según datos de ISBN. Los libros publicados en soporte digital en 2017 fueron 23.061 títulos. En el caso optimista de leer un título diario, 365 libros al año, tal cantidad es irrelevante, nos perdemos la mayor parte del conocimiento, diversión, aburrimiento o lo que fuere que nos pudiera provocar la lectura de esta biblioteca universal gigantesca.
Los lectores empedernidos tienen a su disposición el abrumador número de 60 millones de títulos que se calcula han sido publicados en el mundo desde el siglo XV, la mayor parte son hoy de dominio público. Significa que no requieren permiso para copiar y editar; colgarlos en la red tampoco crea problemas legales. Antes esta inmensidad de libros, se añade cada año un millón más de títulos publicados en todo el mundo.
Es una celebración de la cultura, inabarcable para cualquier humano que no disponga de una mente cibernética con posibilidades de leer a la velocidad de la luz. El goce de la lectura, esa experiencia adictiva, liberadora y contagiosa, es imperecedero y está protegido por un horizonte renovado de misterios y maravillas. La perspectiva oceánica de palabras engarzadas que construyen relatos -que nunca leeré- me provoca nostalgia de lo que ignoro.
Somos una especie grafómana, no conozco a nadie que no asegure que está por escribir —si no lo ha hecho ya— una novela, poemario, teoría filosófica, social, científica y etcétera. La humanidad publica un libro cada medio minuto.
Así que frente a estos datos no queda más que reconocer que hemos leído apenas nada, no llega a un miserable uno por ciento para los lectores más tenaces y obsesivos.
Importa un bledo la cantidad de libros que leemos, somos ignorantes y jamás alcanzaremos la plenitud cultural, con esta convicción podemos sacar mucho provecho de nuestra ignorancia libresca. Lo hicieron otros con bibliotecas exiguas, o incluso sin apenas leer. Sócrates desconfiaba de los libros, una invención que, según su opinión, restaba recursos intelectuales para defender ideas sin la muleta de la palabra escrita.
¡Conque a Sócrates no le gustaban los libros! Pues no, y Séneca se lamentaba de que la inmensidad de libros en circulación disipaba el espíritu en vez de aclararlo.
Creo que no les faltaba una parte de razón, leer poco o mucho importa menos que ser capaces de entender y aprender de lo que vemos y sentimos, de la apreciación del mundo físico y emocional y de la interpretación mental que damos a la realidad.
Fuente: Los demasiados libros, Gabriel Zaid, 1972 (actualizado).