Diciembre. Entro en el garaje y miro mi coche como quien mira el último bote salvavidas que queda después del naufragio. Aprieto el mando y me guiña sus ojos con un sonido alegre, repetido. Conduzco sin rumbo por las calles grises, siempre reguladas por luces cambiantes y señales de metal, ruido de sirenas y resplandores de neón. Salgo de la ciudad por la primera autopista que encuentro y sé que voy hacia el norte porque el sol lo tengo detrás. Entro en el túnel recordando una frase de ese libro homónimo: «Que el mundo es horrible es una verdad que no necesita demostración».
En la ciudad sólo me cruzo con zombis, transitando por las calles, que se creen vivos y llevan grandes paquetes con objetos que en poco tiempo estarán obsoletos y los compran como si se los regalaran. Todo está iluminado y lleno de oropeles rojos y verdes, plateados y dorados: calles radiantes, casas llenas de árboles de mentira o condenados a muerte, que se visten de alegría desbordante con bolas de colores y una estrella en su copa que no lleva a ninguna parte. Decía Bauman: “El consumismo promete algo que no puede cumplir: la felicidad universal. Y pretende resolver el problema de la libertad reduciéndolo a la libertad del consumidor”. Es la contradicción perfecta del sistema, gastar para ahorrar. Oír y ver mejor los sinsentidos con los que llenan horas de terrible confort televisivo, de videojuegos asesinos y de karaokes repetitivos hasta el vómito. Hacer deporte sin moverse, elegir sin poder elegir, ver sin mirar.
Ya todos tenemos ese espejo negro y lo llevamos siempre encima, como si fuera una varita mágica que nos protege de nosotros mismos. En cuanto lo miramos y vemos reflejada nuestra cara buscamos esa red social que nos integre y nos saque de la soledad de nuestra realidad cotidiana. Y esa red está llena de náufragos como tú que sacan la mano por encima de la pantalla en un intento de ser rescatados. Nos hemos metido solitos en la casita de chocolate y la bruja nos engorda para ir devorándonos poco a poco.
El espíritu de la Navidad pretende darnos una tregua, y el señor Scrooge se ríe de nosotros desde su tumba inexistente. Pararé el coche cuando vea un lugar desolado en una montaña perdida, fuera de cobertura de cualquier red. Bajaré al pueblo cuando me desintoxique de tanta falsedad, de tanta comunicación inútil y repetitiva. Y mantendré ese contacto humano, esa relación superficial, esa mirada, ese comentario breve que crea como una chispa de ternura entre dos seres que no se conocen.
Y seguiré escribiendo porque ese es el privilegio de la soledad. Seguro que lo haré algún día.
Fotografía de James Chororos