El silencio caía lamiendo los árboles, las cornisas de los edificios, los muebles urbanos. Por la calle no pasaban coches ni transeúntes. A veces, el canto de un pájaro picoteaba el aire. Después, volvía la quietud.
Dentro de las casas, cada día se asemejaba a una montaña de arena que había que atravesar. Al atardecer, por el rabillo del ojo se espiaba el reloj sin abandonar los juegos de mesa, las series de televisión, las tareas inventadas, esperando. Se aguardaba a la única gota de realidad que aún no se había esfumado al terreno de los sueños.
Poco a poco las sombras de los edificios se alargaron perezosamente, las líneas de luz que habían atravesado las persianas fueron perdiendo trasparencia hasta desaparecer. Sin embargo, las manecillas del reloj parecían resistirse a las órdenes de su propio mecanismo. Al fin dieron las ocho, llegó el gran momento, y los aplausos resonaron vibrantes elevándose desde las ventanas y balcones.
Cinco minutos durante los cuales la vida aprisionada estalló como fuegos de artificio. Cinco minutos de miradas ansiosas a la búsqueda de quienes antes se rehuían en el ascensor o se evitaban en la calle. Cinco minutos en los que las sonrisas y los saludos brotaron espontáneos, naturales, tejiendo con sus hilos invisibles la tela de un mundo desconocido.