La fascinación del impostor

Los lunes, día del espectador

Los rostros de Tom Ripley en el cine: Alain Delon, Dennis Hopper, Matt Damon y John Malkovich.

Vargas Llosa titulaba uno de sus mejores libros de ensayo como La verdad de las mentiras (2002) para hablar de obras literarias. Lo fácil es contar hechos reales de otros, fatti di cronaca o autobiográficos. Ahora casi todos los filmes dicen que están “basados en hechos reales”. Lo verdaderamente difícil es contar mentiras, inventarse todo lo que se cuenta, al menos en el arte basado en la ficción. De ahí la fascinación que provoca la figura del impostor en la creación artística y más aún cuando se da en personas reales. Las mejores vidas son las que nos inventamos. Los impostores nos fascinan porque en el fondo crean una historia literaria o teatral inventada, viven como personajes de ficción, se lo crean o no. Esta figura no tiene nada que ver, al contrario, con el “síndrome del impostor”, un cuadro psicológico en el que el afectado se siente incapaz de internalizar sus logros y sufre un miedo persistente de ser descubierto como un engaño, un fraude. Al incompetente nunca le pasa.

La cuestión de la volatilidad de la identidad ha sido abordada a través de incontables novelas, series de televisión, películas sobre suplantación, robo de identidad. Hay numerosos filmes sobre timadores, estafadores, tramposos, disfrazados, infiltrados, “hombres duplicados”, y sobre gemelos que echan de menos al hermano muerto y le dan vida imaginaria o que juegan a hacerse pasar por el otro, dada la dificultad de distinguirlos. Y ya con las nuevas tecnologías aparecen personajes con falsos perfiles en las redes, suplantaciones, autoficciones, fingimientos y conductas camaleónicas en internet. La sociedad digital crea una cultura de “ser otros en la red”, pudiendo crearse un perfil-personaje falso gracias a sus medios tecnológicos y al anonimato, sin contacto real, por el deseo virtual irreprimible de ser quien no se es.

Recuerdo de manera especial el caso de Enric Marco que convenció durante años a quien le escuchara de que había sido un superviviente de los campos de concentración nazi tras haber sido apresado como miembro de la Resistencia francesa y recibió múltiples reconocimientos. Frente a las duras críticas del cronista Jacinto Antón, Juan José Millás y Javier Cercas lo admiraban, creían que era un personaje sacado de sus novelas. Cercas le otorgó tal estatuto en su obra El impostor, que expone de forma pormenorizada la doble vida de Marco: la real y la ficcional. Y el caso de Alicia Esteve, una española que se hizo pasar por Tania Head con el objetivo ser una de las personas afectadas por los atentados del 11 de septiembre de 2001 en el World Trade Center de Nueva York.

En el cine se aborda más bien el personaje del fingidor camaleónico que quiere ser otro y acaba creyéndoselo él mismo y/o se lo creen los demás. Siempre recordaremos el Tom Ripley de las novelas de Patricia Highsmith y los filmes basados en ellas. O las películas sobre un ciudadano de a pie que, confundido con un general, es encarcelado y se acaba metiendo en el personaje, un combatiente que vuelve de una larga guerra muchos años después y en su pueblo dudan de si es la misma persona que la que se fue o alguien que se hace pasar por él; un reportero que se apropia de la documentación de un fallecido y adopta esa identidad sufriendo consecuencias trágicas; un vividor que se hace pasar por nuevo pastor gay de una comunidad en la América profunda y un joven presidiario que habiendo sido monaguillo durante su encierro en prisión, se fuga y se hace pasar por sacerdote en un pueblo de Polonia. Otras veces cree ser un personaje histórico como Napoleón o Anastasia Nikoláyevna Románova, la hija más joven del último zar de Rusia asesinada en 1918 junto a su familia.

El famoso documental El impostor (2012) de Bart Leyton, que parece falso y no lo es, con toques de cine negro, aborda la historia Frédéric Bourdin, apodado El Camaleón, que comenzó sus fechorías cuando era niño y asumió, al menos, quinientas identidades falsas, tres de las cuales habían pertenecido a adolescentes reales desaparecidos, como en el caso abordado por el documental, el del adolescente Nicholas Barclay.

Pero la figura cumbre es la del personaje real de la novela El adversario (2002) de Emmanuel Carrère, una historia llevada a la pantalla por Laurent Cantet en El empleo el tiempo (2001), Nicole Garcia en El adversario (2002) y Eduard Cortés en La vida de nadie (2002). Jean Claude Romand mató a su mujer, a sus hijos y a sus padres e intentó, sin éxito, suicidarse. No era médico, como pretendía y, cosa aún más difícil de creer, no era nadie. Mentía desde hacía dieciocho años, los engañó y timó a todos, amigos incluidos, con falsas inversiones y vendiendo curas milagrosas.

Resulta difícil abandonar la identidad de la persona, que, hay que recordar, significa «máscara». El que se atreve a crear una falsa es a su manera fantasioso, con mucha imaginación, pero nos causa terror e inquietud y a la vez nos fascina, quizás porque la ficción se encarnara en lo real sin la necesaria distinción entre los dos planos, a veces difícil de trazar.