Al principio parecía un negocio de pompas fúnebres. Sin embargo, los pequeños detalles apuntaban a algo más extraño: una inmobiliaria. Una fina, pero tupida, capa de polvo cubría las superficies, protegiéndolas de los rayos que caían directos desde el tragaluz.
La voz de Morgan resonó en la penumbra: «¿Tienes fuego?» (Las autoridades sanitarias advierten: Fumar mata).
Las nubes de humo reflejaron y dispersaron los haces, dejando ver nuevas zonas de la estancia y dando a la escena una dimensión y una plasticidad insuperables… Porque no hay nada como el humo para entretener.
Todas las pruebas parecían indicar una nueva realidad: era un banco. No daba crédito, pero no cabía la menor duda. El sonido del dinero flotaba en el aire; aún después de tantos años, parecía olerse, como un recuerdo de los grandes días, diluido en el tiempo. Una suerte de «fondo cósmico de microondas» descubría la causa, el origen… aunque sin demasiados detalles.
Tres escalones ascendían hasta una enorme mesa que presidía, solemne, la parte alta. Sobre ella, un tapete de hilo blanco desprendía un brillo fantasmal, iluminado por el Sol. En medio, una cruz, una copa y un plato, inmaculados, sumergidos en el resplandor del mantel, daban volumen al espacio y contraste al tiempo.
Estaba absorto en aquel mundo de luces y sombras cuando Morgan me susurró algo al oído. No entendí lo que dijo, pero sus palabras me sacaron del trance. Asentí con la cabeza y salimos de allí con la sensación de haber visitado otro planeta.
La demolición fue un éxito. Los espíritus liberados se perdieron en el silencio.
Pedimos unas cañas mientras las noticias repetían sin descanso imágenes del hundimiento del Tritanic, ahogado entre los insultos que, atropellados por la censura, invadieron el mar de Mármara, con la línea azul de la costa al fondo.
«¿Y ahora qué?», pregunté. Morgan contestó con otra frase incomprensible. «Pues sí…», le dije. Me miró, algo asombrado. Se encogió de hombros y se fue.
Apuré el último trago con la mirada fija en el infinito, en la nada, en las piernas que se cruzaban, perfectas, bajo una mesa al lado de la ventana, a la izquierda. Dejé unas monedas sobre la barra y salí a la calle.
El ruido, las gentes, el ritmo, el latido del mundo, borraron definitivamente aquellos pensamientos claroscuros (…burbujas fúnebres, pompas inmobiliarias, globos de billar, bolas sonda, pelota de oxígeno, balón de goma, esfera de carne… ¡albóndiga armilar!). Sólo quedó el trazo sensual del muslo sobre la rodilla, idealizado, iluminado y sagrado, como el altar que adivinaba cálido, al final.