Siempre me han interesado los muertos. No esos despojos reales, secos y malolientes que uno encuentra a cada paso en los campos de batalla o colgados de un árbol o en los lechos de la familia, sino los grandes difuntos de la literatura y las artes. Vampiros, larvas, zombis, difuntas enamoradas, cuerpos que han perdido el alma y transitan la zona intermedia a trompicones, buscando amores perdidos o anunciando una mercancía que ya no poseen, como cristales de ventana y otras cosas inútiles para el inframundo. Estos últimos son de gran valor filosófico y los hallará usted en Jean Cocteau.
Llevada por mi loca simpatía hacia la figura majestuosa del gran Cadáver, escribí la novela romana titulada Lobas de Tesalia, cuya protagonista no es en realidad Lupercia Mania, como figura en las críticas, sino Hécate, diosa de los muertos, los espectros y las brujas. El nuevo relato que me ocupa desde hace meses no repite el tema ni la construcción de aquella historia de terror mitológico, pero las querencias siempre están ahí, y quizá por eso mi Eros actual parece tan perverso, porque es un Eros con resabios cadavéricos. En el fondo, el muy malvado quisiera ser su propio pariente Tánatos. O, como éste representa la muerte dulce, y mi Eros de dulce no tiene un pelo, no le importaría ser una de las Erinias, que cortan la cabeza de los muertos y si pueden se la llevan lejos, volando como buitres, para que los pobres difuntos se conviertan en larvas.
Estaba yo divagando en estas amenidades estigias y repasando mis notas al respecto, cuando se me ocurrió una escena grandiosa, como un imposible cuadro pintado a cuatro manos por Lord Leighton y Delacroix. Érase la agonía de una cortesana, la más hermosa y cotizada de la Alejandría del siglo II después de Cristo, en un palacio cuyos espacios verticales y horizontales estaban atravesados por terrazas y pérgolas de rosales negros antioquenos, peristilos, escalinatas y jardines. A una profusa red de acequias y canales se asomaban papiros ornamentales, salvados de la esclavitud de la escritura.
El lecho, dorado y con cortinas de seda transparente, que se movían agitadas por tenues brisas, contenía un cuerpo indescriptible, todo él de mujer —para que luego diga Aristóteles que la anatomía masculina es arquitectónicamente perfecta. Perfecta es la femenina, señor filósofo, y no digo más—. La cabeza y el rostro andrógino, como gustaba a los griegos, tan pronto parecían los de una joven como los de un muchacho. Los aureolaba una melena deslucida por los trasudores de la muerte próxima. Y tan próxima: a la cabecera de aquella cama regia se alzaba en pie, con las piernas graciosamente cruzadas, y un brazo en jarras, Tánatos empuñando su antorcha en torno a la cual revoloteaban mariposas negras, a modo de alegorías de las almas o psiques.
Ella se incorporó y vomitó un chorro de sangre del tamaño de un antebrazo, lamida inmediatamente por las perras de Hécate que merodeaban por la estancia. Tánatos sopló en la antorcha para avivar el fuego, pues se acercaba el momento.
Además de los parientes y deudos de la moribunda, se hallaban presentes Eros y Anteros, que habían acudido a presenciar el espectáculo. Eros, conmovido por aquel cuerpo estatuario que se vaciaba como un odre de vino rojo, sintió curiosidad y se entregó a diseñar un terrible experimento. Armó el arco y esperó a que Tánatos bajara la antorcha de la vida para disparar un dardo de oro cuando la llama se extinguiera y las mariposas de la cortesana se achicharraran.
Grandes fueron el susto y la desesperación de Anteros al darse cuenta de lo que se proponía su hermanastro. Como de costumbre, permanecía sin poder impedirlo, como si un viento del más allá le hubiera congelado. Sólo podía mirar y horrorizarse. Cuando Tánatos inclinó la antorcha y la hubo apagado, Eros clavó su flecha en el costado de la muerta, y poniendo otra —también de oro— en el arco, apuntó con su ojo infalible y fue a clavarla en la frente del primero que le llamó la atención, que fue el cristiano Nazario, secretario y contable de la cortesana.
Un gran viento en forma de tirabuzón levantó y arrastró fuera de la domus a los dos erotes, que comparecieron ante Hécate en un subterráneo de la zona intermedia. Estaban muy asustados, con razón, por hallarse lejos del Olimpo y porque merecían e iban a recibir un castigo ejemplar por su mal comportamiento.
—Yo no he hecho nada —protestó Eros, mirando a la diosa a la cara antes de que ésta dijese esta boca es mía.
—¿Y tú, qué, no puedes pararle los pies a tu hermano? —preguntó a Anteros la diosa oscura. Al pobre niño le corrían lágrimas por las mejillas y no supo qué contestar.
Eros había emparejado amorosamente a una muerta con un vivo, cristiano como dije y padre de familia. Nunca había hecho antes una cosa así y no se arrepentía. Lo tenía por una prueba de su fuerza. Se excusó vagamente y recordó a la diosa que él era hijo del Érebo y podía hacer lo que quisiera en sus ratos libres.
—¿También entregarte a caprichos repugnantes y fuera de toda norma? —inquirió Hécate—. Pues ahora verás, hijo del Érebo o más bien hijo de puta.
No hizo falta desnudar a Eros, porque siempre estaba desnudo. Hécate hizo que las Erinias descargaran sus látigos en aquella carne del color de la ambrosía. A Anteros no le hicieron nada. Bastante tenía el pobre con su sensación de inutilidad. El espectáculo se acabó cuando la cuadriga de Venus hizo irrupción en la escena con ruido atronador, envuelta en polvo dorado, y la diosa fustigó a su vez a las Erinias por raptar a los muchachos, a lo que respondió Hécate de muy malos modos. Aquello pareció Troya, pero la sangre no llegó al río. Un solitario rayo que estalló en el cielo como una advertencia bastó para aplacar a todo el mundo.
A Nazario le causó un gran estupor sentirse enamorado de su ama justamente cuando yacía muerta en su lecho fúnebre, y también le causó una pena desmedida su deceso. Cuando el día infausto volvió a su casa, embargado por una siniestra y nunca experimentada tristeza, le resultaron insípidos los arrumacos de sus hijuelos y el cariñoso saludo de su joven mujer Paulina. La cena le dio un respiro y refrescó su espíritu ardiente, pero en el centro de la noche surgió de las sombras de la alcoba un espectro bellísimo y demacrado que se lo llevó consigo sin miramientos.
Desde entonces, Nazario y la cortesana revenida vivieron en un burdel palaciego que ella tenía en el distrito del Babuino. Sus constantes besuqueos y caricias no pasaron desapercibidos al vecindario. La cortesana se había vuelto inmortal con el tratamiento del niño Eros. Había días en que estaba muy demacrada: entonces su belleza y su precio alcanzaba las cotas más altas. A Nazario le crucificaron los romanos, acusado por Paulina de adulterio y abandono, y porque daba mal ejemplo con su amancebamiento con una extranjera. La flecha de Eros no le produjo el mismo efecto que a su amada, ya que él estaba vivo cuando la recibió. Vivía, se enamoró y murió, eso es todo. Pero ella… debemos seguir su pista, porque las muertas vivientes son entidades de gran interés.