Hace unos días emergió desde el fondo barroso de La Charca Literaria una boa constrictor cuyo largo sobrepasaba los cuatro metros. Serpenteando lenta y trabajosamente empezó a atravesar la selva no sin antes soltar un fuerte coletazo para ahuyentar la nube de mosquitos y abejorros que acompañaba su recorrido. Al llegar a la ciudad continuó su andar serpenteante, cruzando las calles por las vías peatonales, en tanto la guardia urbana cortaba el tráfico para que pasara a la otra acera sin sobresaltos, acción que duraba una media hora.
Una guapa niña, al ver los hermosos diseños coloridos y geométricos de la piel del reptil intentó acariciarla, pero su mamá la retuvo: «Apuleya, no molestes al señor», le dijo.
Finalmente, la boa llegó hasta la entrada de un establecimiento en cuyo frente se leía: DOCTOR APARICIO GONÇALVEZ, QUIROPRÁCTICO. Dio con su romo hocico tres fuertes golpes en la puerta y antes de un par de minutos la recibió una hiena manchada que hacía de recepcionista.
—¿Desea el señor?
—Vengo a ver al doctor Gonçalvez.
—Ah, muy bien, pase y siéntese, pero le advierto que tendrá que tener aguante: hay dos pacientes que esperan a ser atendidos.
La boa serpenteó hasta llegar a una silla de bajo respaldo, subió sobre la parte del asiento y allí se enroscó dispuesta a esperar el tiempo que fuese necesario. A su izquierda, en un sillón estilo Imperio, se encontraba un erizo en cuyo rostro se advertía la presencia del dolor. En el sillón de la derecha, de estilo Bauhaus, aguardaba una tortuga de tierra que todo el tiempo abría y cerraba la boca de viejo desdentado.
Si es por la tortuga no creo que tenga que esperar demasiado —pensó la boa—, pero con el erizo supongo que será diferente.
Diez minutos más tarde una enfermera abrió la puerta del consultorio para hacer pasar al erizo, que salió cinco minutos después mostrando un claro gesto de satisfacción.
—Ahora me siento como nuevo —dijo el erizo con tono alegre.
Pasó la tortuga.
Si el erizo le tomó al doctor nada más que cinco minutos, con tantas púas como lleva, supongo que a la tortuga la despachará en mucho menos tiempo —se dijo la boa.
Error: después de una larga hora, el quelonio aún permanecía en el consultorio. Intrigada, la boa miró inquisitivamente a la hiena recepcionista, que sentada a su escritorio masticaba un trozo de carroña.
—Es que el doctor tiene gustos especiales —dijo la hiena—, quién sabe las degeneradeces que le estará haciendo a la pobre tortuguita. Espero que no sea virgen.
Al cabo de un par de horas la enfermera (una gallina alsaciana) abrió la puerta del consultorio. La tortuga salió muy alegre y la gallinita aleteó hasta el cuarto de baño para poder llorar sin testigos.
—Pase el siguiente —llamó el doctor Gonçalvez.
La boa constrictor bajó de la silla y serpenteando con calma introdujo sus cuatro metros de largo en el interior del consultorio.
—Usted dirá —dijo el doctor Gonçalvez.
—Doctor, quiero que me masajee la espalda.