Esta ciudad no contempla los días con niebla. No reside su condición en ser una ciudad invisible, ni sus habitantes poseen la capacidad de sentirse felices en jornadas así. Más bien todo lo contrario: se esconden como cangrejos, cada cual en su roca favorita, y se aletargan, sobre todo, si la niebla empapa el horizonte un domingo completo.
No existe jornada más triste que un domingo neblinoso. Las calles parecen vaciarse de transeúntes y los pocos atrevidos que salen de sus domicilios, lo hacen para proveerse de pan y chucherías con las que entretener la tarde. Tardes de cine y tele como vulgarmente se dice.
Miles de luces encendidas, a las seis en punto, en todos y cada uno de los domicilios habitados de la ciudad. Somos una masa inundada por la pereza y el bostezo. Como mucho, bajamos a la cochera en zapatillas a recoger el periódico olvidado en el asiento trasero del utilitario.
Bostezo y cena.
Cena y a la cama.
Cama e insomnio.
Rueda perversa de la desolación.
Un día completo con sus horas marcadas y lentas. La desesperación del tedio frente a un televisor de plasma en domingo de niebla
Me enfrento a este vacío:
Decido leerte en voz alta el último libro que me ha conmocionado. Buscando una complicidad asertiva en tu rostro cada vez que termino una frase completa y alzo la mirada. De esta manera lograré el milagro de un domingo adaptado a los gustos de otra época en la que los televisores fallaban durante horas dejando de emitir la programación, y la pantalla aparecía repleta de lo que designábamos como «hormigueo». La abuela siempre dijo que el problema venía de allá. Como si este lugar mágico no nos incumbiese y nos librara así de la culpa de una mala manipulación del aparato o de un fallo venido de fábrica.
«Allá» estaba en el aire; consistía en un lugar transparente, desconocido, inubicable, y todos los deseos iban dirigidos al restablecimiento de la conexión. Solamente entonces recordábamos que la radio presidía un rincón de la mesa y que el programa de Elena Francis estaba a punto de comenzar. La tarde se salvaba mientras la abuela sorbía su descafeinado de sobre.