La Bestia

Reflejos


En lo más íntimo todos contenemos una noche. Pensamientos oscuros, deseos inconfesables, instintos feroces, apetitos salvajes… ¿Lo niegas? Sí, lo niegas para poder vivir, para no sonrojarte cuando estás en sociedad. Pero por mucho que lo evites, que pretendas arrinconarla, la bestia está ahí. Eres un animal, voraz, en celo. Odias.

¿Dices que no odias a nadie? ¿Qué eres bueno y santo? ¡Vamos! No deberías pretender que te creamos… y, sin embargo, lo hacemos.

Sí, te creemos. Pero es porque nos vemos reflejados en ti como en un espejo, porque en los ojos de tu bestia se refleja la nuestra. Ambas se reconocen y se temen. Por eso las negamos, tú la tuya, yo la mía. ¿Hacemos bien?

No lo sé. Dudo. Ese espíritu animal que me habita es cierto que representa lo más sucio y cruel; pero también es el que me hace vivir de verdad, el que me anima a crear, a imaginar, a creer que el mundo es mío, que son mías las montañas y los caminos, que es mía la voluntad ajena, que puedo forzar dignidades, alzarme como un dios sobre los demás, incluso sobre la Creación. Por cierto, ¿hay algo más injusto, más ridículo y enfermizo que la Creación?

El mundo no es responsabilidad mía por mucho que me lo hayan enseñado en la escuela, en el hogar y en la parroquia. ¡No soy culpable de nada, yo! Ni lo es mi bestia interior: ella es pura, sincera, asesina o ladrona, libidinosa o vil, pero pura porque es tal como es, sin disfraz. Cuando salgo a la calle, en los atrios y en la plaza pública debería gritar: ¡Viva mi bestia! Porque mi bestia es lo mejor que tengo, junto a mi razón desnortada tantas veces. Por eso la Razón es la bestia de los pueblos: ¡tantas guerras, tanta crueldad se han perpetrado en nombre de la Razón!

Nunca me cansaré de repetir que, si es cierto que el sueño de la Razón produce monstruos, no es menos cierto que en nombre de la Razón se han engendrado las peores monstruosidades. Baste reconocer a grandes proclamadores de la Razón absoluta: los nazis y los neoliberales. Guerra, muerte, sevicia. Estupidez se llama esa Razón. Ceguera. Vietnam, Camboya, Bagdad, Gulag, Chile o Argentina. Napalm o la picana, tanto da, se han aplicado efusivamente en nombre de la Razón.

Yo amo a mi bestia… bueno, mejor digo que me gustaría amarla. Pero no puedo, al menos no con la entrega que merece. Me castraron, en la Iglesia, en la Escuela, mi buena mamá: todos la sepultaron bajo montañas de culpa, de miedo y, sobre todo, de vergüenza.

Me pregunto si, mientras me estáis leyendo —si habéis llegado hasta aquí—, sentís a vuestra bestia, que se revuelve en lo más profundo y pugna por salir a la superficie. Me pregunto cuántos de los que estáis ahora leyéndome no os veis acosados por el recuerdo de alguna infamia que cometisteis alguna vez, e, inmediatamente, intentáis expulsarlo para no morir de pura vergüenza.  

Os diría que intentarais liberar a la bestia. Que la dejéis en libertad de una vez, sin vergüenza, sin miedo al qué dirán. Pero mentiría: yo la temo también. Soy injusto con ella y cuando me asalta recurro a la inquisición de lo formal y correcto, y la hago arder en la pira de la moral y la ética. Soy hipócrita, lo sé.

Pero es lo que hay.

Un ser contradictorio (y ya me estoy excusando de nuevo).

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Debería haber terminado este escrito aquí. Pero ha venido la bestia a susurrarme. Este ha sido su dictado: 

«Esperaré a que el Sol se ponga, a que llegue la luna negra. Entonces me liberaré por los campos y bosques de esta tierra mía que me llama, que tira de mí, que me quiere fango y hierro. Aguas profundas de azufre y noche me cantarán una canción horrísona, murmuraré con ellas conjuros terribles, invocaré al gran sexo y a la sangre derramada, rezaré a la injusticia que reina verdaderamente sobre todos. Erigiré en la noche un palacio de espejos oscuros, con mazmorras donde la razón y la bondad de las sacristías cumplan perpetua condena de hipocresía. Te buscaré, buscaré tu bestia para revolcarme con ella en el barro de los instintos, para darnos la mano mientras recorremos los senderos de la impiedad y nos reímos locamente de nosotros mismos, que no merecemos otra cosa. Somos risibles de día. De noche, temibles. Soy La Bestia».