Como si fuese un barco gigantesco en el que instalarse, igual que una inmensa ciudad flotante, universal, que a todos alberga y de nadie prescinde, ascendemos a bordo de un verano en ciernes.
La vereda cuajada de amapolas señala el punto de partida y en esta latitud navegará una gran familia discordante, gritona, multitudinaria, que no logrará entenderse, a pesar de que el calor y el tedio se alíen favorablemente para atravesar cual flecha, todos los corazones, millones de corazones: enfebrecidos, esperanzados, sumisos, resignados, valientes, bravucones, apaleados, desgarrados o locos. Pero todos latentes en busca de El Dorado.
Embarcados en esta singladura irrevocable en la que aumenta la temperatura al paso de los días, abocados al gran camarote de los hermanos Marx, milimétricamente ordenados por razones, preferencias o carácter, algunos chocarán sin saludarse y quizá se reconozcan en alguna mirada coordinada por las olas.
Un tramo más y surgirá la espuma para concluir clamando todos al unísono que desean mudarse aquí, sempiternamente, a esta soleada dimensión.
Lastima en demasía proceder del frío.