Jack London (1876-1916) dejó una novela inacabada que algunos años después se encargó de terminar el norteamericano Robert L. Fish, especialista en literatura criminal. Fish partió del arranque creado por London y las notas que dejó escritas el autor. Esa novela se acabaría llamando The Assassination Bureau, Ltd y se publicó en 1963. La edición española, portada de Luis Gil, corrió a cargo de Alianza Editorial en su colección de bolsillo.
Comprado en 1980, Asesinatos S.L. se me deshace hoy entre las manos. Sin apenas cola en el lomo, ofrece sus hojas deslavazadas a mi curiosidad -creo haber leído esa novela decenas de veces- y, como en otras ocasiones, me lanzo sobre sus primeros capítulos con la esperanza de encontrar argumentos para rebatir las opiniones de su protagonista, Iván Dragomiloff, un sujeto tan peligroso como fascinante.
Dragomiloff dirige una banda de criminales que asesina por encargo, con una efectividad que no admite demora. Pero su grupo no acaba con la vida de cualquiera. Dragomiloff y sus secuaces sólo asesinan a individuos socialmente nefastos, tipos inmorales a los que un comité de ética juzga culpables. Gente que sobra en el mundo: políticos corruptos, jueces sobornables, empresarios crueles, gobernantes depravados. Cualquiera de ellos podría ser víctima de Dragomiloff, una vez se haya demostrado que su desaparición mejoraría el clima social.
El objetivo del grupo de Dragomiloff es de raíz utilitarista: se trata de promover, asesinato mediante, el mayor bien para el mayor número de personas. Un simple cálculo de pros y contras sobre la presencia de ciertas personas en el mundo permitiría decidir qué hacer con ellas, a la manera de lo que proponían los padres del utilitarismo, Jeremy Bentham y James Mill, para la economía de mercado. «Todo acto humano, toda norma o institución, deben ser juzgados según su utilidad, es decir, según el placer o el dolor que producen en las personas». Para el modelo utilitarista, la corrección de una acción se mide por el placer que produce y los sufrimientos que evita. Así pues, y dado que la felicidad de muchos es más valiosa que el bienestar de unos pocos, si alguien obtiene beneficios a costa del dolor ajeno, quizá convenga hacerlo salir de escena. Pero que nadie se escandalice. Todavía estamos hablando de una novela.
En Asesinatos S.L., Iván Dragomiloff imparte justicia como lo haría un dios infalible. Jack London nos lo presenta como un brillante intelectual encarnado en el cuerpo de un atleta, un individuo rubio, casi albino, de edad indefinida, boca firme y reflexiva, frente amplia y orgullosa, dotado de una elevación moral hecha de calma filosófica y coraje. Ivan Dragomiloff es un fanático de la ética. En él impera un sentido de la justicia que le obliga a llevar a la práctica sus ideas, esa impagable labor social que consiste en limpiar el mundo de escoria.
Supongamos que alguien quiere deshacerse de un jefe de policía execrable, por ejemplo, un tipo cuya existencia interfiere en el bienestar de un buen número de personas. Supongamos también que quien desea la muerte de ese policía no es capaz de llevarla a cabo. En su novela, Jack London se chotea de ciertos anarquistas, seguidores de las doctrinas de Tolstoi, que se horrorizan ante el asesinato pero que no renuncian a poner bombas y beneficiarse de su publicidad. En tales circunstancias y previo pago de cierta suma de dinero, Dragomiloff estudia el caso, analiza las consecuencias del crimen y juzga si la persona denunciada merece morir. Y si es así, pone en marcha la organización para que se perpetre el asesinato. No obstante, Dragomiloff se compromete a devolver el dinero si el asesinato fracasa. El grupo Asesinatos S.L. se rige por estrictas normas deontológicas.
El planteamiento de la novela no puede ser más deslumbrante, pues la moralidad de Dragomiloff cuestiona la moral social, que es también la de la inmensa mayoría de los lectores. Quien más quien menos permanece anclado al «no matarás», movido por las doctrinas religiosas, la fraternidad universal o la falta el coraje. Matar por el bienestar de la sociedad o no hacerlo; esa es la cuestión. ¿Cómo resolverla? La vida real no es una novela. Lamentablemente, que yo sepa, no disponemos de sicarios movidos por compromisos éticos. En segundo lugar, aplicar el cálculo utilitarista en relación a las consecuencias de las acciones es un camino demasiado complejo y sujeto a la más discutible subjetividad. Y tercero, en el caso de que existiera un grupo de asesinos éticos capaz de establecer inequívocamente quién debe morir, no habría suficiente dinero en el mundo para pagar el asesinato de tanta gente nefasta como nos rodea.
Curiosamente, y sin decir cómo ni con qué argumentos, el contra-protagonista de la novela consigue, en el capítulo cinco, convencer a Dragomiloff de que él y su grupo son una aberración social y que convendría poner fin al negocio de los asesinatos. Para lograrlo decide denunciar al propio Dragomiloff como individuo socialmente nefasto y exigir su asesinato. No diré más. Lo que resta de la novela es un trepidante relato de aventuras donde los miembros de la organización persiguen a su jefe para asesinarlo: hasta tal punto pesa sobre ellos el fanatismo de la ética.
Releo de nuevo la novela y me planteo los interrogantes que ya me asaltaron la primera vez que lo hice. Durante años usé Asesinatos S.L. para despertar debates en mis clases de filosofía, donde los adolescentes de bachillerato, en lugar de leer a Descartes, leían a Jack London. Un día un alumno nos hizo ver a todos que, aun suponiendo que Dragomiloff dictara justicia sin equivocarse, y salvando el inconveniente económico, el número de personas susceptible de ser asesinadas porque alguien las considerara nefastas socialmente sería tan alto que, probablemente, no sobreviviría nadie. Todo el mundo hallaría razones para creer que su situación mejoraría si determinadas personas desapareciesen del mapa: alumnos, profesores, padres, gobernantes, obispos. Así que, por reducción al absurdo, más valdría olvidarse de la aplicación estricta del cálculo felicista sobre el acto (evaluación de los costes y beneficios de cada acto en particular) y buscar la solución en otras formas de utilitarismo, como la defendida por Stuart Mill.
Lo explicaremos en cuatro líneas: en lugar de evaluar quién gana y cuanto gana como consecuencia de una determinada acción, convendría echar mano de las reglas de conducta cuya efectividad ya está probada por la experiencia y que, con el tiempo, se han impuesto como normas de convivencia. Por ejemplo, todo el mundo saldría beneficiado siguiendo la regla de cumplir las promesas, que en general funciona, o la regla de no matar al prójimo, con la que también nos evitaríamos ser asesinados por la espalda en cuanto alguien considerase que el mundo marcharía mejor sin nuestra presencia.