Su dedo apretaba la carne y acariciaba las sienes,
señalaba los caminos y silenciaba las bocas
cosiendo las palabras.
Sus ojos escrutaban verdades y mentiras,
oteaban porvenires y jugaban con las alternancias
de seducciones y engatusamientos.
Su pecho aspiraba brisas y espiraba turbulencias,
se henchía de aromas secos y palpitaba
con el calor de los pezones encarnados.
Sus labios mojaban los deseos y se abrían
a veranos acariciadores, se arrugaban con mohínes
y temblaban junto a las pieles de otros labios.
Su ombligo coreaba ecos de pasadas fiestas familiares,
globulaba pelusas de camas ajenas
y se frotaba cediendo dulces tibiedades.
Su sexo erizado se hinchaba, provocaba,
olía y secretaba espasmos, abriéndose y cerrándose
a los pulsos anónimos de tierras acres.
Su carne entera sentía la piel y los cabellos como vestiduras extraíbles,
tan suaves que amasaban su cuerpo latente,
expectante a los misteriosos giros del ser.