Aquel mes de julio me invitaron a participar en los cursos de verano de una fundación académica privada. Lo mío en realidad no era un curso sino una conferencia de unas dos horas acerca de la presencia de la prensa escrita en la literatura actual, una especie de ponencia, apoyada por material visual, sin dar lugar a un coloquio posterior.
Ese año la asistencia media a los cursos y demás era más bien escasa. El covid, la crisis económica y las temperaturas extremas parecían tener parte de la culpa. También el escaso apoyo institucional al mundo de la cultura. ¡Malos tiempos estos para el arte y la literatura! Por eso me extrañó sobremanera el éxito de mi convocatoria, la gran acogida que tuvo: una afluencia de público enorme, una multitud apresurada que, nada más abrir las puertas de la sala, se lanzó a ocupar la totalidad de las butacas.
Total del aforo: unas trescientas cincuenta personas. No quedó un asiento libre. Me conmovió especialmente que hubiera tanta gente de más de sesenta años. Muchos no tenían precisamente pinta de estudiantes, sino de jubilados de esos que acaparan los bufés libres de los viajes del Imserso. Pero allí estaban. Para que luego se fíe uno de las apariencias y de los tópicos sobre ellos, que si solo les interesa comer, ver la tele y bailar Los pajaritos. Una señora bastante mayor, muy arreglada para la ocasión, con su traje fresquito de lunares y con toda la pinta de haber pasado recientemente por la peluquería, me miraba sonriente. No pude dejar de saludarla con la mejor de mis sonrisas y le pregunté:
—¿Le gusta la literatura actual?
—¿Cómo dice?
—Sí, que si le gusta Carver, Auster… Ya sabe, el tema de mi conferencia…
—Mire: a mí en realidad me importa una mierda esta conferencia. Y perdóneme usted la franqueza, que no lo hago por ofender. Es que después de que termine lo suyo interviene Iker Jiménez con su charla sobre los fenómenos paranormales. Y que con la calor que hace ahí fuera es mejor entrar aquí al fresquito y de paso coger sitio, no vayamos luego a quedarnos sin butaca.