Indignidad de la literatura

Lengua de lagartija

 

Antes de abundar en el tema he de aclarar que a mí sí me representa una agencia literaria, sin duda la más importante, prestigiosa e influyente del ámbito iberoamericano. No tengo la menor queja respecto a esta casa, por el contrario, me siento bastante satisfecho con sus servicios. Así y todo, me asombran las dificultades que padecen tantos escritores inéditos (hipócrita escritor, mi semejante, mi hermano) para acceder a las prestaciones de las agencias literarias en general. He explorado inventarios en sitios de Internet y pude comprobar que la mayoría de dichas entidades no brindan fácil acceso a tantos aspirantes a ingresar en las caricias de la letra impresa.

Mi desconcierto se relaciona más con el sustantivo que con el adjetivo, puesto que el sustantivo agencia nos aboca a un panorama que recorre vastos horizontes relacionados con diversas actividades humanas: tenemos las agencias de noticias, cuya función es brindarnos asombros y entretenimiento; las agencias de detectives, que nos pueden informar de si el marido de la amante se halla al tanto de su propia cornamenta; las agencias inmobiliarias y muchos otros tipos de agencias, entre estos las agencias tributarias. En pocas de estas se ponen trabas a la relación con el interesado (que no siempre se encuentra muy interesado): en las agencias inmobiliarias se los busca con ahínco, en tanto que las agencias tributarias llegan al extremo de la persecución y el ensañamiento, pero las agencias literarias con frecuencia rehúyen al candidato a cliente, salvo cuando este menos las necesita.

En procura de analogías aptas para ilustrar estos razonamientos, se me ocurre comparar las agencias literarias con los puertos deportivos, también conocidos como marinas. Veamos: en las marinas recalan muchos tipos de embarcaciones, desde yates de lujo de gran envergadura a pequeños veleros de reducida eslora. Durante lo que se conoce como temporada alta es habitual la escasez de sitios de amarre, por lo que a falta de muelle numerosas barcas optan por echar el ancla mar adentro, a poca distancia del puerto, a la espera de que se les haga sitio. A efectos de jalar del hilo de la comparación invito a suponer que las naves de abundante eslora son equiparables a los autores muy renombrados en tanto que los pequeños veleros se asimilan a tantos escritores —de alta y baja calidad— que no gozan en demasía del favor del público lector y, en consecuencia, sus libros distan de ser muy vendidos.

Continuemos con el ejercicio de las comparaciones, para tal fin forzamos el ejemplo y damos en imaginar que las naves zarpan a uno u otro destino solo desde algún muelle del puerto. Es en el puerto y nada más que en el puerto donde se trazan las hojas de ruta y se establece el itinerario que conducirá nuestro barco a buen arribo. ¿Me sigues querido e hipócrita lector-escritor mi semejante, mi hermano? Por supuesto, los barquitos fondeados mar adentro, aunque cercanos a la costa, también pueden tomar rumbo hacia destinos inciertos, pero en este ejemplo vamos a suponer que no lograrán tocar tierra y seguirán a la deriva por los procelosos mares de lo inédito.

De modo que así es como está el patio, querido e hipócrita lector-escritor mi semejante, mi hermano, y no te cabrees conmigo por el hecho de que te cante la justa; ya sabes que no se ha de matar al mensajero.

Puestas así las cosas cualquiera puede preguntarse qué necesidad hay de incursionar en los mares y si acaso no es más cuerdo permanecer en el barrio, amistando con los vecinos, sobre todo si tenemos en cuenta la trayectoria de la evolución que nos informa de que la vida emergió desde el agua ya en el precámbrico, en ese eón que dieron en bautizar como Proterozoico, y entonces para qué volver al pasado… en fin, dejémoslo ahí.

De igual modo nos podemos interrogar sobre la necesidad de escribir y publicar y si la vida no sería más sencilla con menos letras impresas y menos escritos que dan cuenta de historias imaginarias o supuestamente verdaderas, catálogos de opiniones conocidos como ensayos o tratados, libros de cuentos para niños, cantares de gesta, textos sagrados y poesías de diversa índole.

Sí, ya sabemos que un libro editado promete algo de fama y gloria a su autor (a veces también dinero), aunque tal sinecura no es en exceso frecuente, y no lo es porque en el mundo de los escritores éditos casi no existe la clase media: están aquellos que venden por cientos de miles y luego los pocos que apenas llegan a unos cuantos centenares, aunque estos pueden consolarse con la posibilidad de la gloria póstuma una vez descubiertos después de muertos. Pero aquí se nos presentan dos alternativas: o no creemos en la inmortalidad del alma y en consecuencia desde la eterna oscuridad y el silencio perpetuo jamás nos enteraremos de las loas que nos brinda la posteridad, o sí creemos en la vida de ultratumba, pero en tal caso desde las alturas de la suprema espiritualidad nada nos podría interesar la gloria mundana que ni siquiera nos dignaremos observar desde nuestra nube.

Pero estas reflexiones las hago públicas sabedor de que incurro en la contradicción, puesto que las pongo por escrito. Sin embargo, declaro que al principio de mi andadura no pretendí ser escritor, pero como de joven era reacio al estudio y flojo para los esfuerzos laboriosos, se me dio a elegir entre diversas labores que justificaran y sostuvieran mi vida. Tenía un pariente carnicero que me ofreció entrar en el oficio, pero rehusé por mi aversión a la sangre. Por otra parte, dudo que el de escritor sea un oficio honorable y no sé si el hecho mismo de escribir pueda ser algo digno. Veamos por qué digo lo que digo:

Como nos han contado, hubo un tiempo en el que la humanidad aún no había inventado la escritura, aunque sí el garrote. Los historiadores refieren que el vicio de escribir empezó a finales del IV milenio anterior a nuestra era. ¡Cáspita!, llevamos ya seis mil años garrapateando palabras y más palabras en toda clase de soportes. Sí, pero antes se dio una especie de protoescritura, anterior a la edad de bronce, y ya en el paleolítico tardío hubo maniáticos que ejecutaban trazos en las paredes de las cuevas. La cosa siguió hasta nuestros días: ahora la llaman graffiti.

Sin embargo, la escritura, la verdadera escritura, la escritura cuneiforme de la que tanto hemos oído hablar, al parecer se inventó en Sumeria cuando en Reus todavía no se bailaba la sardana. Ahora bien, lo que importa de todo esto es dejar en claro que los lumbreras que pusieron en marcha el invento no lo hicieron con fines masturbatorios o simplemente para pasar el rato como si fuesen personajes del Hola. La función única y primordial de la escritura, antes de que esta se desvirtuara, fue la de contabilizar productos almacenados y registrar transacciones comerciales, como por ejemplo el intercambio de cereales por esclavas. Entonces, los que se ocupaban de consignar sobre tablas de arcilla estas nobles actividades, tan alejadas de inútiles fantaseos, fueron los antecesores de los actuales notarios y escribanos. La cosa empezó a degenerar a partir de la utilización de tan honroso instrumento para glosar trivialidades, como por ejemplo esos chismes sobre un tal Gilgamesh y sus sesiones de lucha libre con ese otro bravucón al que le pusieron por nombre Enkidu y la posterior amistad de estilo gay que surgió entre ambos. Después de aquello la cosa no tuvo freno, enseguida vinieron los egipcios con sus dibujitos: rápidamente se pasó de la arcilla al papiro y del estilete al pincel, acto seguido hicieron su entrada los rollos que dieron cuenta de las andanzas de un vagabundo llamado Abraham, y cuando quisimos acordarnos apareció en escena el tal Gutenberg, al que se le ocurrió inventar la imprenta de tipos móviles (por cierto, la imprenta de Gutenberg fue lograda adaptando una prensa de las que se utilizaban para exprimir las uvas destinadas a hacer vino, y es aquí donde nos preguntamos si semejante herejía tiene perdón de Dios, ¿acaso no es más noble una buena copa de tintorro que cualquier fragmento poético de Petrarca, Quevedo o Rubén Darío?).

Con la imprenta de Gutenberg hubiera podido suponerse que los hipócritas escritores-lectores mis semejantes mis hermanos se sentirían satisfechos, pero no, el homo sapiens es una especie insaciable: en años posteriores aparecieron las minervas, las planas, el linotipo, las máquinas de escribir, las rotativas y ahora tenemos Microsoft Word y offset y quién sabe adónde iremos a parar. Y todo por no mencionar las tabletas gráficas y los sitios Web plagados de textos y más textos. Así que me pregunto: ¿Ha sido todo esto necesario?

Lo cierto es que, exceptuando el pesado de Hammurabi y algún que otro rey afeminado, pocos soberanos de la antigüedad estaban alfabetizados: los grandes reyes preferían la guerra, el ejercicio de la caza, las comilonas palaciegas y la práctica del derecho de pernada antes que el inútil pasatiempo de la lectura y la escritura.

Así pues, recapitulemos: el invento de la escritura en el principio estuvo destinado a fines prácticos, nada de novelerías y versitos, visto lo cual cualquier texto que se aparte de esa noble finalidad es despreciable y rastrero y, por dicha causa, dudo que el de escritor sea un oficio honorable, y esto lo digo pese a que llevo escritas miles de páginas tamaño Din A4 con máquina de escribir y últimamente con procesador de texto.

Y lo digo sin dejar de tener presente que innumerables veces afirmé con gran énfasis que la realidad se genera a partir de las narraciones, tanto las que cuentan hechos verídicos como imaginarios. La realidad proviene de la literatura y los relatos orales, y de la ficción, claro. A buena hora los políticos parecen haber caído en cuenta y empiezan a darnos la tabarra con eso de “el relato”.

Así entonces, puesto que además de denostarla, también he defendido y sigo defendiendo la literatura, te pido que no te enfades conmigo querido e hipócrita escritor-lector, mi semejante, mi hermano. Ten en cuenta que, tal como sentenció Scott Fitzgerald, la verdadera prueba de una inteligencia superior consiste en conservar simultáneamente en la cabeza dos ideas opuestas. Con esta afirmación Fitzgerald tal vez quiso decir que poseía una inteligencia superior. Yo no pretendo tanto, solo me limito a citarlo, querido e hipócrita lector-escritor mi semejante mi hermano.