Lo confieso: me gustan las tiendas de chinos

Crónicas mínimas

 

Lo confieso, tengo un vicio oculto: me gustan las tiendas de chinos. Y sí, ya sé que a menudo lo que compras tienes que volver a comprarlo al cabo de unos días en la ferretería del barrio, si es que queda alguna abierta. Pero, qué le vamos hacer, a mí me gusta ese abigarramiento de productos, el colorido y esos pasillos de las tiendas de chinos donde apenas se puede pasar, llenos de cachivaches. Y lo que más me gusta es que, aunque pronuncies mal lo que quieres, o, incluso, no sepas el nombre de lo que buscas, el chino de la puerta te entiende. Rara vez pierden una compra.

Cuento esto porque hoy, sábado, he ido a desayunar a La Maduixa, que regenta Antonio, uno de los bares más típicos de Castelldefels, con sus parroquianos de toda la vida que se juntan en un rincón, gritan y echan sus manos de julepe. Antonio siempre te ofrece molletes de Antequera con manteca colorá o zurrapa, ofrecimiento que siempre declino por miedo y me inclino por el clásico bocata de queso o jamón de procedencia indefinida. A la vuelta, no he podido resistirme (es superior a mí) y he entrado en un chino espectacular que hay enfrente de Correos.

He hecho algunas fotos, pero inesperadamente (son tan silenciosos), ha salido detrás de mí una china pequeñita a la que no había visto. Sonriente, me ha dicho que nada de fotos. Y he pensado que las regañinas con sonrisas son menos penosas.

He comprado un pastillero de lo más hortera, uno tiene una edad y sus achaques, con su espejo interior y todo, para verte las ojeras. ¿Quién no se da una pequeña alegría por 0,75 euros? Y he acabado en el Boga Boga de mi amigo de Almería, Antonio Farré. Otro cortado, porque uno es abstemio y la mañana se me ha ido en un santiamén. Mientras, cae una llovizna que da gusto y está mojando el campo.