Escapar, desaparecer, no estar donde se espera que estés o evadirse limpiamente, sorprendiendo a propios y extraños, es un deseo compartido por muchas personas. ¿Quién no ha querido escapar del trabajo, abandonar los compromisos, huir de la familia, de los amigos, de la sinrazón y encontrar un nuevo espacio de libertad donde respirar cómodamente? Como escribe Adam Phillips, el psicoanalista, «la idea misma de escapar (pensar que hacerlo es posible y deseable) es como una prótesis de la imaginación. ¿Cómo podríamos vivir sin ella?» Sin embargo, ese deseo no siempre va acompañado del coraje necesario para llevarlo a cabo. Con frecuencia nos quedamos en la casilla de salida, incapaces de dar el primer paso y fugarnos.
Además, mucha gente no sabe hacia dónde huir, a pesar de sus enormes deseos de hacerlo. La geografía de la esclavitud y la libertad es muy complicada: hay personas que se reconocen a partir de lo que huyen, otras que se identifican con lo que querrían lograr, otras, en fin, que se pasan la vida zafándose de todo sin un objetivo concreto. También hay seres claustrofóbicos que desearían abandonar su encierro pero que ignoran cómo y por dónde hacerlo. Esa variedad de motivos y razones impide dar con una fórmula universal para el escapista. Cada huida es un reto y el acto de fugarse depende de quién eres, de qué huyes y de qué quieres alcanzar.
Estas cosas las he aprendido leyendo el libro de Adam Phillips La caja de Houdini. Sobre el arte de la fuga (2001), donde el psicoanalista británico lleva a cabo una interpretación de las actividades del mago y escapista Harry Houdini (1874-1926) y, entre otros, de la poetisa americana Emily Dickinson (1830-1886), cuya peculiar manera de escapar consistió en permanecer encerrada en su casa durante los últimos veinte años de su vida. «Huir es la canasta en que mi corazón está preso, cuando bajando a una horrible fortaleza el resto de la vida se pierde», escribió la Dickinson.
El profesor Phillips habla también de otros neuróticos marcados por la idea de la huida y en su libro disecciona la forma y el fondo de ese deseo. «Mi madre me alentaba continuamente a que fuera más independiente, pero en realidad lo que quería era que la dejase en paz», confiesa uno de sus pacientes. ¿Realmente su madre quería librarse de él? ¿Cuál fue la actitud del hijo? ¿Huyó voluntariamente? ¿Dejó de huir precisamente por eso? Saber quiénes somos y qué nos mueve a escapar equivale a interpretar correctamente nuestras decisiones. Y éste no es un asunto fácil.
Hay quien necesita escapar porque no se acepta como es, porque aborrece la situación que le ha tocado vivir, porque se sabe consumido por el vacío existencial… Pero la huida no siempre es la solución, pues mientras el deseo de huir esté vivo, la necesidad de satisfacerlo nos sumirá en una nueva esclavitud. Conocer las razones de nuestros deseos es difícil; descubrir lo que realmente deseamos, todavía más; salir huyendo en busca de algo distinto comporta nuevos retos y sorpresas. La primera de ellas es descubrir que, hagamos lo que hagamos, siempre huimos acompañados por nosotros mismos. Al final del camino resultará inevitable volvernos encontrar con ese individuo torpe, vago o fanfarrón que somos y del que no hemos podido salir huyendo. Al parecer, y según nuestro psicoanalista de cabecera, la auténtica liberación solo se conseguirá olvidándose de la conciencia de estar escapando. Quizá la única fuga posible sea la huida animal: salir corriendo por necesidad, movidos por el instinto. Dicho en budista: vivir espontáneamente, sin apegos y ni deseos.
Escribe Adam Phillips: «Para liberarse, la gente tiene que olvidar de qué está escapando (de qué clase de sentimientos, de estados de ánimo, de recuerdos, de deseos y encuentros) e, idealmente, tiene que olvidar que lo que está haciendo es escapar.»
Todo este asunto de la fuga me vino a la cabeza mientras huía de mí mismo por las librerías de Barcelona y fui a dar con un libro de Harry Houdini: Cómo hacer bien el mal (Capitán Swing Libros, 2013). Lo compré y lo leí, no sin sorpresa. En su libro, Houdini desenmascara tahúres, estafadores, falsos faquires y espiritistas, a la vez que nos enfrenta al misterio de escapar. Durante décadas, Harry Houdini se especializó en espectáculos de magia donde lograba liberarse de cualquier encierro (cárceles, recipientes sellados herméticamente, sogas, cadenas), y lo hacía en un contexto nuevo y espectacular. Para forzar la situación, el mago ponía a prueba su integridad física, colgado por los pies de una azotea, enterrado a dos metros bajo tierra, maniatado dentro de un saco que lanzaban a un canal… y conseguía salir airoso.
Las actividades de Houdini se convirtieron en un símbolo para muchas personas que soñaban con huir de la pobreza, la tristeza o la enfermedad de sus vidas. ¡Si Houdini podía hacerlo, escapar era posible! Sin embargo, conviene advertir al recién llegado que salir libre de un encierro no es lo mismo que vivir en libertad. La libertad es un logro costoso y gradual, fruto del esfuerzo de años e inversión de tiempo, que casi nunca se completa, porque el límite de la libertad está en nosotros mismos y no en las ataduras de los demás. Para ser libre hay que poder escoger, y para poder hacerlo hay que estar en condiciones: uno no puede salir de casa ni escoger una nueva trayectoria cuando sus manías se lo impiden. Pregúntenselo a la Dickinson. Ni el propio Harry Houdini pudo escapar de sí mismo.
Como es sabido, Houdini fue víctima de su propia fanfarronería. Durante décadas presumió de aguantar lo que fuera, escapar de cualquier cárcel, desenmascarar a cualquier farsante. Pero unos días antes de morir, un estudiante de la universidad McGill le desafió a resistir una tanda excepcional de puñetazos en el vientre. Houdini aceptó el envite, ufanándose de la fortaleza de su cuerpo, al que consideraba capaz de resistir cualquier ataque. El estudiante en cuestión, tras haberle pedido permiso, le asestó varios puñetazos en la parte derecha del abdomen, que consiguieron abatir al mago. A los pocos días, Houdini moría retorciéndose de dolor, seguramente a consecuencia de algún derrame interno producido por los golpes.
Y es que escapar de todo y para siempre, evaporarse de manera definitiva y desaparecer, sólo es posible a través de la muerte. Mientras que la fuga en vida, y en el espectáculo, es puro espejismo, la muerte verdadera nos traslada de una vez a un lugar donde no hay límites ni coacciones. La muerte ofrece la solución definitiva al escapista: no es una simple huida hacia adelante, no es una farsa ni un truco de espejos. Con la muerte, ¡qué descanso! ¡Nunca más habrá que salir huyendo!