Hablemos de dinero

Lengua de lagartija

 

En las ocasiones que tracé un paralelismo entre la aceptación de una pieza literaria y la confianza pública en un determinado valor monetario, percibí síntomas de incomodidad en mis interlocutores. Tal vez les repugnaba la comparación entre un bien “sublime”, como sería el arte, y un instrumento de corrupción. El “vil metal”, que dice el popularizado cliché, pues así es como suele mentarse el oro, sin importar que en la actualidad haya perdido su prerrogativa de patrón de las economías, sin importar que dicho metal precioso también se considere un atributo de pureza y espiritualidad, y, por último, sin tener en cuenta las grandes sumas de dinero que moviliza el mercado del arte.

No sé qué decir del oro, pero en lo que hace al dinero, digo que se trata del valor espiritual por excelencia. Que un papel impreso, de unos pocos gramos, pueda cambiarse por artefactos industriales que pesan muchos kilos; que pueda canjearse por alimentos que portan cantidades ingentes de energía, expresada en kilocalorías, y que permiten mantener con vida a bastante gente durante bastantes días; que consiga sobornar a un guardián; alquilar durante unas horas un cuerpo humano, o comprar las obras completas de don Marcial Lafuente encuadernadas en imitación cuero, a fin de solazarse en su lectura una tarde de lluvia mientras se bebe té con leche y galletitas danesas. Que pueda hacerse cualquiera de estas cosas con un billete de pocos gramos de peso, dependiendo de la cifra que lleva impresa, pues a mí me parece un milagro absoluto.

El dinero no sólo es un bien espiritual: la narración del dinero es una forma de religión. Acaso la única religión sin ateos en la tierra, a pesar de que algunos digan que ésa es la madre. Es religión en cuanto que para existir requiere de la fe de los fieles: un valor monetario deja de serlo, para convertirse en mero papel impreso, en el instante en que la feligresía que lo sostiene deja de creer en él. Ese es el momento de las corridas bancarias y las bancarrotas en cadena.

Dinero como religión: una de las explicaciones sobre la etimología de la palabra “religión” la refiere al filósofo cristiano Lucio Cecilio Firminiano Lactancio, que vivió entre el tercero y el cuarto siglo de la era común. Lactancio sostenía que religión proviene de religare, es decir, vincular nuevamente. Hay otras acepciones, pero ésa es la que más me convence y es la que me hace relacionar el término con el culto al dinero, gran vinculador de valores materiales y de personas (matrimonios, amistades, asociaciones varias). En cualquier caso, hoy ha dejado de ser original la aseveración de que el dinero es una religión que instaura sus propias iglesias en forma de Bancos centrales y empresas bancarias privadas; con sus sucursales, que hacen de parroquias; sus curas párrocos, que serían los gerentes de sucursal, los cuales en numerosas ocasiones ejercen como confesores, que es lo que sucede cuando proporcionamos información de nuestros bienes y finanzas para conseguir crédito.

Con el auge del “dinero electrónico” da la impresión de que el papel moneda ha perdido protagonismo, pero cualquiera que sea el formato del dinero, jamás podrá negársele su valor como alegoría funcional: ¡Gran invento! En todo caso, creo discutible que se le pueda negar su dimensión artística. El dinero, sin duda, es una narración. Una ficción operativa cuando cumple con los requisitos de verosimilitud exigibles a toda ficción. En caso contrario, se convierte en una ficción inverosímil: sólo celulosa impresa.

Dinero, ¡bendito seas! ¡Líbranos de la pobreza! ¡No nos perdones nuestras deudas, pero tampoco perdones a nuestros deudores!