Hábitos higiénicos de antaño o el relativo «glamour» de la nobleza

Ultramarinos y coloniales


Parece ser que el origen del jabón, o al menos su precursor más remoto, procede de la antigua Mesopotamia, concretamente de la civilización sumeria, donde existe alguna alusión en diversas tablillas de arcilla. Parece ser también que los egipcios en algún papiro hacen mención a cierta sustancia utilizada para lavar el lino con el que confeccionaban sus ropas.

Los franceses se atribuyen su descubrimiento al insistir en que fueron sus druidas los que elaboraban un ungüento protector y limpiador a partir de grasa de carnero y cenizas, pero sin duda fueron los romanos los que se dedicaron a fabricarlo de forma cotidiana, al mezclar grasa o aceite con arena utilizándolo con un rascador a modo de “piling” casero. De todos es sabido el gusto de este pueblo por las termas y los baños públicos, una afición higiénica que además fomentaba los vínculos sociales. Cuando en el siglo V de nuestra era sobrevino la caída del Imperio romano, también decayó la higiene. La Iglesia se encargó de prohibir los baños públicos por considerarlos pecaminosos y con esta medida también se vino abajo el interés por el aseo personal. Bárbara época —nunca mejor dicho—, esta de principios del medievo.

A partir del siglo VIII resurge la fabricación del jabón, sobre todo en algunas localidades italianas, como Venecia, y en otros puntos de Francia y España. Aquí hay quien sostiene que fueron los árabes los que lo trajeron cuando conquistaron Al-Ándalus. En todo caso, su fabricación era reducida porque se consideraba un artículo de lujo, con lo que derivó en un producto de consumo minoritario al alcance solo de unos pocos afortunados. Venecia, Génova, Savona y Marsella se convertirán en centros importantes del negocio de la jabonería.

Durante la Baja Edad Media, y coincidiendo con el terrible ciclo de las epidemias, decayó mucho el tema de los baños porque se pensaba que el agua era un vehículo idóneo para la propagación de la peste bubónica, algo que la Iglesia contribuyó a propagar porque veía allí ocasión para el pecado. Luego, durante el Renacimiento, la gente era más partidaria del perfume que de los baños, con lo que la fabricación del jabón no experimentó apenas desarrollo y se estancó.

Y llegamos a finales del siglo XVIII, coincidiendo con la Revolución Francesa, cuando tiene lugar el maravilloso invento del francés Leblanc, quien descubrió el método para obtener el carbonato sódico (sosa) a partir de la sal, con lo que los artesanos jaboneros pudieron fabricar el jabón a gran escala y de una forma mucho más económica. A partir de este hecho, la industria jabonera se extendió por toda Europa multiplicándose el número de fábricas. El producto llegó a todos los hogares porque se abarató de una forma ostensible. De esta forma, comenzaron a reducirse las enfermedades gastrointestinales y las que afectaban a la piel, disminuyendo fuertemente las tasas de mortalidad, en especial la infantil.

Se puede afirmar que, con la ayuda del jabón, la población europea llegó a triplicarse en poco más de un siglo, con lo que a todas luces fue un invento revolucionario.

Teniendo todo lo anterior en cuenta, y siendo conscientes de que el uso masivo del jabón es relativamente reciente, hemos de deducir que, otrora, nuestros reyes y nuestra nobleza, como el resto del personal, olían bastante mal y que la falta de hábitos higiénicos era la norma, no la excepción.

Para ilustrarlo están las leyendas y los infundios, con su relativa carga de verdad: que si  Isabel la Católica había jurado no cambiarse de camisa hasta que tomara Granada; que si Josefina no se lavaba el potorro cuando Napoleón mandaba aviso de que volvía a casa, tras batallar por ahí, con ganas de jaleo; que si Felipe V de Borbón estaba como una regadera y no se cortaba las uñas de las manos y de los pies, ni se aseaba; que si tal; que si cual…; pero cómo juzgar aquello tan antiguo con la mentalidad del siglo XXI. Otros tiempos, otras costumbres.

Patrick Süskind, autor de El Perfume, escribía sobre lo mal que olía la gente en la Francia anterior a la Revolución: «Hombres y mujeres apestaban a sudor y a ropa sucia; en sus bocas apestaban los dientes infectados, los alientos olían a cebolla y los cuerpos, cuando ya no eran jóvenes, a queso rancio, a leche agria y a tumores malignos. Apestaban los ríos, apestaban las plazas, apestaban las iglesias y el hedor se respiraba por igual bajo los puentes y en los palacios. El campesino apestaba como el clérigo; el oficial de artesano, como la esposa del maestro; apestaba la nobleza entera y, sí, incluso el rey apestaba como un animal carnicero y la reina como una cabra vieja».

El tufo era grande, pero, como todos olían fatal, acababan acostumbrándose a ello. El abanico se inventó no para darse fresquito sino para repartir el pestazo que salía de los pies y de los bajos de las señoras. Igual que las capas de ropa que, como una cebolla, aprisionaban las lorzas aristocráticas de las damas entre sayas, corpiños, corsés y camisas. Cuantas más capas de ropa, más difícil que la peste saliera; pero salía, ya lo creo.

Lo del glamour de la realeza parisina a veces dejaba mucho que desear. Se cuenta que Voltaire, quien mantenía buena relación con Luis XV, una de las veces que fue invitado a Versalles, pernoctó en una de sus innumerables habitaciones. El filósofo, que no pasaba por ser melindroso, lo definió como “el agujero de mierda con peor olor en todo Versalles”. (1) Y es que la limpieza brillaba por su ausencia. Lo normal allí era la falta de salubridad y de lugares adecuados donde hacer uno sus necesidades, dado que la masificación de invitados era lo cotidiano. Por eso no era extraño que alguno se aliviara detrás de las grandes cortinas, tras las puertas o bajo las escaleras. Saint -Simon contaba en sus memorias de Luis XV (2) que cierta noble francesa se iba orinando por los pasillos mientras caminaba, sin pudor ni vergüenza alguna, “dejando un rastro terrible detrás de ella que hacía que los sirvientes desearan mandarla al diablo”.

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