Viajaba en un tren de cercanías. Tenía el periódico abierto y contemplaba la foto que ilustraba la noticia de la reunión del Banco Central Europeo y el FMI, en la que iban a tratar las medidas de un nuevo rescate a Grecia, cuando, desde el otro lado del pasillo, una voz áspera y rasposa me interrumpió.
— Yo la conozco.
Me volví hacia quien hablaba. Se trataba de un hombre de no más de treinta años. La destinataria de aquel saludo no era yo, sino una pasajera que, como él, había subido en la última estación en la que se había detenido el tren. Por curiosidad, miré en el reflejo del cristal la reacción de la mujer. Sonreía.
— Yo a ti también te conozco— respondió, después de unos segundos, con un tono de voz maternal.
El hombre, sin atender a las palabras de su interlocutora, se subió la pernera del pantalón hasta la rodilla y señaló un bulto que sobresalía del calcetín.
— Aquí llevo escondido el tabaco —dijo en voz baja—. En el centro dan un paquete al día y yo fumo casi dos.
— ¡El tabaco es muy malo para la salud!— respondió la chica reprendiéndolo.
— Sí pero algo tengo que tener— protestó él —. Ahora ya no bebo ni me meto nada.
El hombre se acarició unas letras que tenía tatuadas en la pantorrilla antes de bajarse la pernera del pantalón.
— ¿De qué me conoces? — preguntó de golpe.
— Del Hospital —respondió la mujer—. Te vi allí con un chico que había tenido un accidente de moto —prosiguió en un tono plano, sin aristas, como si no quisiera que se notaran sus palabras—. Soy enfermera —dijo ahora con resolución.
— Aquí tengo escrito su nombre.
Volvió a subirse el pantalón y mostró un tatuaje.
— Manuel —leyó en voz alta—. En la otra pantorrilla tengo el nombre de mi hermano Gonzalo y el de mi padre. Como sigan muriéndose así me va a faltar pierna —soltó una fuerte carcajada que mostró una dentadura bastante incompleta.
— En el Centro —dijo poniéndose ahora muy recto en el asiento—, yo soy el encargado de los nuevos. Los recibo, les explico cómo funcionan las cosas —hablaba moviendo los brazos— y pongo orden cuando se pelean. Bueno —prosiguió cabeceando—, si la cosa es gorda llamo a la dirección.
— ¡Qué importante eres!
El hombre respiró hondo y el pecho se le hincho como a un pavo real.
— Estuve de permiso el fin de semana y la psicóloga me llamó todos los días para recordarme que tengo que colaborar en el trabajo doméstico —volvió a reír estrepitosamente—. ¡Si mi madre desde que la operaron casi no se puede valer y está esperando que yo llegue para que haga las cosas de la casa! —continuó, casi gritando.
— Hay que colaborar, porque los hombres…
— Antes te he dicho que te conocía para charlar —la interrumpió—, pero ahora me acuerdo de ti, del hospital. Mi primo Manuel tenía mi misma edad y me cuidaba más que mi padre —con la manga de la camisa se secó los ojos—. Yo con lo de mi hermano empecé a beber fuerte, pero cuando falleció Manuel el mundo se me vino encima y ya me metí de todo. Dejó dos chiquillos. ¿Tú tienes hijos?— preguntó cambiando absolutamente el tono de voz.
— No.
— ¿Pareja?
— Tampoco. ¿Y tú?
— También me encargo de recibir al panadero por las mañanas—, dijo retrepándose en el respaldo—. Voy a la oficina, me dan la llave, abro la puerta y recojo el pan.
— ¡Muchas responsabilidades!
— Ahora llevo dos años, pero cuando me den de alta, dice la psicóloga que me podré quedar para ayudar.
— ¡Eso está muy bien!
— La próxima la mía —el hombre dio un salto y se puso en pie—. Hoy recibo a tres nuevos, por eso he cogido el tren antes y mira qué suerte. Me encontré contigo. ¿Tú lo coges siempre a esta hora? —continuó colgándose al hombro una bolsa de viaje sucia y despintada.
— Los domingos sí.
Desde la puerta de salida, antes de bajar, el hombre se volvió y emitió una sonrisa que se desplegó y aleteó como una mariposa de colores por todo el vagón.
Cuando el tren volvió a ponerse en marcha, miré otra vez la foto de los jueces que se disponían a dictaminar las terribles órdenes a Grecia. Examiné sus camisas planchadas, sus trajes impolutos, sus sonrisas engominadas ¿Serían felices?