Ginés en la consulta

Las horribles historias de Sileno


He acompañado a Ginés a la oftalmóloga —doctora Palazón— porque le picaba un ojo, el izquierdo, particularmente. Picor y alguna legaña matutina. Nada grave, tonterías del que tiene un seguro médico por haber regentado durante veinte años un estanco. Ginés es hipocondríaco: siempre piensa que se va a morir por cualquier cosa, así que pide ser acompañado al médico hasta por los asuntos más triviales. Que no te pasa nada, Ginés, y, si te pasara, aquí estoy yo para enterrarte, le digo, porque el pobre está más solo que la una. Su última compañera —Gabriela, la extremeña— se largó con su polio a Torrevieja, donde tiene un hermano empleado en hostelería que le ha facilitado un puesto en la caja registradora del negocio. Así no tendrá que levantarse de la silla y se pasará el día manejando dinero, que es algo que a los minusválidos les va mucho. O que, al menos, a Gabriela le va.

En la consulta privada de la Palazón teníamos dos personas delante, que no está mal, y en cuanto hemos llegado le han tomado el nombre a Ginés y le han pedido la tarjeta de la mutua. Nos hemos sentado a esperar escuchando los compases de esas melodías de consulta médica que a algunos tranquiliza y que a otros, como a mí, me enerva. Un servidor prefiere escuchar los quejidos y las toses en las urgencias de la Seguridad Social, la murga de las ambulancias y los rugidos de las enfermeras mandando callar al personal. Son más míos. O estoy más acostumbrado a ellos. ¡Vete a saber! Prefiero el terrazo y el olor a lejía del hospital que la moqueta de las mutuas. Mil veces.

Estábamos a punto de entrar en la consulta cuando han llegado un par de tipos muy nerviosos y con mal aspecto. Venían con el pelo mojado y unas cañas de pescar. Uno de ellos, el que estaba menos afectado, pedía ayuda en voz alta porque el otro, su amigo, se había clavado un anzuelo en el párpado y se tapaba el ojo, sangrante, con un pañuelo teñido de rojo.

—¿Son ustedes de la mutua? —ha preguntado la administrativa.
—¿La mutua? ¿Qué mutua? ¡Esto es una urgencia! —ha proclamado el amigo del herido.

No he comentado que la doctora Palazón visita en la Malvarrosa, muy cerca del espigón del puerto donde muchos jubilados pasan la mañana lanzando sus anzuelos al mar. “Centro Oftalmológico Palazón y Rey”, reza el letrero en la planta baja. La doctora Palazón visita por las mañanas; el doctor Rey, por las tardes. Cada cual tiene su especialidad: la Palazón, picores y legañas; el doctor Rey, estudio de la córnea y ajuste de dioptrías al ojo miope. Algo así, pero están especializados.

—Esto es un centro médico privado —ha insistido la administrativa—. No puedo impedir que pasen, pero tendrán que esperar. Hay pacientes delante. No sé cuándo podrá atenderles la doctora.
—¡Pero se trata de una emergencia! —ha insistido el herido que, por momentos, se tambaleaba— ¡No estamos para irnos hasta las urgencias de La Fe!

Se ha derrumbado junto a Ginés, suspirando. Entonces ha aparecido la doctora Palazón llamando a una tal señora Formentor.

—Lo siento, pero ahora me toca a mí —ha protestado Ginés, que llevaba la cuenta de quién estaba antes y quién después. La señora Formentor, una delgaducha con aspecto de viuda añeja, ha hecho valer con gesto agrio sus derechos.
—¡Yo tengo hora a las 11:45, aunque haya llegado más tarde que estos señores! —ha aducido la Formentor— ¡Además! ¡Acabaré enseguida! Solo quiero que la doctora me tome la tensión del ojo.
—¡Pero lo nuestro es más grave! —ha clamado el herido desde su rincón.

Entonces la doctora Palazón ha tenido que terciar en el conflicto preguntando abiertamente cuál de los presentes venía por la mutua y si había alguno que venía por la Seguridad Social.

—¿Mutua o seguro? —ha preguntado la Palazón señalando con el dedo a cada uno de los pacientes, imbuida de la seguridad que imprime ser a la vez juez y parte— ¿Seguro? ¡Tendrán que esperar! ¿Mutua? ¡Pase, señora Formentor! Luego entrará el señor Ginés Martínez.

El amigo del herido me ha mirado a mí con cara de incredulidad. Yo he bajado los ojos hacia la revista de coches deportivos que andaba hojeando. Al fin y al cabo, la cosa no iba conmigo. Ginés se ha encogido de hombros y sé, positivamente, que ha barruntado si ceder su turno al del anzuelo, aunque, finalmente, ha preferido pasar primero y explicarle a la Palazón que le picaba el ojo y que le recetara unas gotitas. Eso sí, Ginés confiaba que lo del anzuelo en el ojo no fuera más allá y, a la salida, ha animado al interfecto a una pronta recuperación. Que así es la vida.