A Luis Carlos le sentaron mal las gachas de media mañana. Ese día no le había dado tiempo a proveerse de la pieza de fruta y del bocadillo habituales, y no le había quedado más remedio que tirar de la primera tartera que encontró en el congelador, que resultó ser también la última. Ni tan siquiera dispuso de tiempo para preguntarse por esa falta de previsión. Algo extraño en él, que se pasaba hasta la noche predicando sobre el fatalismo. Tanto, que sus compañeros del periódico le rehuían nada más verle. Por eso tampoco sabremos si aquel tentempié matutino habría sido más digerible en buena compañía, o, al menos, en compañía. No porque las gachas no fueran copiosamente acompañadas de torreznos, a ver si me entienden.
A resultas de la indigestión, Luis Carlos acabó postrado en la habitación trescientos cuatro de la clínica Nuestra Señora del Socorro. Los retortijones no cesaron hasta la hora de la merienda, cuando el infeliz destapó un caldibache del que dijeron ser mano de santo. «Mano corrupta», pensó Luis Carlos mirando con desdén a la amable celadora que acababa de dispensarle el bálsamo de Fierabrás. El caso es que, con sopa o sin ella, se hizo la luz en el interior del paciente mientras, misteriosamente, una terrible niebla comenzó a inundar la tercera planta de la clínica. Luis Carlos aprovechó la confusión para revestir el final de su espalda, que permanecía así desde su ingreso semiinconsciente (en triaje habían decidido que era carne de quirófano por referir síntomas inequívocos de apendicitis). Únicamente pudo encontrar los calzoncillos. Y así, con la ridícula tela hospitalaria cubriéndole el torso y dejando al descubierto lo que no cubrían los gayumbos, inició descalzo la búsqueda del resto de la indumentaria.
Había recorrido toda la tercera planta. Ni rastro de ropa; ni de la suya ni de la de nadie. Aun siendo la primera vez que ingresaba en un hospital, le pareció extraño que ningún enfermo tuviera a mano unos simples pantalones o una elemental camisa. Por otra parte, apenas recordaba cómo había ingresado, y, así, cavilando, fue regresando a la habitación. Reparó en el mostrador de control poco antes de llegar a la trescientos cuatro. Se detuvo. Se asomó, pero no vio a nadie. «¡Hola!». Nada. «¿Hola?». Sin respuesta. En la habitación descubrió a dos personas discutiendo: la que parecía médica reprendía a una segunda, que, a su vez, le replicaba que el enfermo no estaría tan enfermo si era capaz de salir de la habitación como Pedro por su casa. «El enfermo soy yo», se apresuró a introducir Luis Carlos. Ambas le miraron estupefactas. «Sí, bueno, eso, que estoy sano. Necesito la ropa». Quienes antes se reprochaban falta de vigilancia y error diagnóstico dejaron atrás las diferencias y al unísono tomaron a Luis Carlos de los brazos. La médica le expuso la situación con voz maternal: «Sí, por supuesto. Ahora recuéstese tranquilo». Dicho esto, tiraron de él hacia el catre, mientras Luis Carlos oponía leve resistencia sin saber qué decir. «Dígame, ¿cómo se encuentra», prosiguió la médica, una vez que el paciente yacía. Luis Carlos, perplejo, solo pudo contestar: «Desnudo». Respuesta que provocó la hilaridad de las sanitarias presentes y que progresivamente se extendió por toda la planta. La enfermera le cascó veinte miligramos de diazepam en un descuido y, acto seguido, salió de la habitación junto a la médica.
Luis Carlos recobró la conciencia en la madrugada. No sentía dolor. Un mero aturdimiento del medicamento le retuvo unos instantes y, por fin, se incorporó. Miró en derredor, se palpó; concluyó que no era un sueño. Lentamente, descendió de la cama y fue aproximándose a la puerta. Respetó el silencio de la noche pisando cual felino con los pies desnudos a lo largo del pasillo. Superó el mostrador del control, llegó a la encrucijada con otro pasillo (le sonaba de la primera búsqueda, unas horas antes). Optó por dirigirse al vestíbulo de los ascensores, donde recapacitó mientras veía un letrero que señalaba las escaleras. Mantuvo el sigilo escalón a escalón hasta llegar a la planta baja. O lo que había creído que era la planta baja, pues, al abrir la puerta cortafuegos de las escaleras, se sorprendió ante enormes montañas de ropa. Al fondo de la gran estancia divisó cuatro enormes lavadoras industriales. Estaban paradas y no había nadie trabajando. Se acercó a uno de los montones de ropa. Rebuscó entre pantalones, camisas, blusas, faldas, chaquetas, camisetas, americanas, calcetines. En unos minutos se vio razonablemente bien con unos dignos tejanos, una camisa blanca de tergal, unas deportivas y unos calcetines de tenis. Estaba listo para emprender la huida del hospital. Ahora sí.
Amanecía levemente cuando alcanzó la puerta principal del edificio central. Pareciera que el mismísimo sol resplandeciera en el rostro de Luis Carlos. Incluso funcionaban las puertas automáticas. Era suficiente para él; un leve descenso y estaría fuera, libre al fin.
Pudo ser la euforia. Tal vez, el cansancio. O quizá efectos secundarios de la droga que le administraron. El descuido, el infortunio y un genuino traspié que le precipitaron escaleras de granito abajo, sin parar de rodar por la acera de seis metros, colándose por el único hueco de la valla peatonal, entre la solitaria papelera que podría haberle detenido antes de alcanzar la calzada, en plena incorporación de un furgón de reparto de prensa. Un genuino trabajo de prensa.
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Pasaron dos meses de aquellos fatídicos sucesos cuando Luis Carlos, ya casi recuperado, publicó el artículo. Tanto si ustedes lo leyeron como si no lo leyeron en su día, aquí les he traído la verdadera historia. No hay nada más que lo que les acabo de narrar. Ni hubo conspiración para envenenar a mi colega, ni existió una trama para traficar con la ropa de pacientes en hospitales ni se urdió un plan para, en última instancia, acabar con la carrera de un periodista. Todo lo que vino después, a consecuencia de la publicación del artículo, bien podemos decir que fue Luis Carlos quien se lo buscó. Lo cierto es que tampoco se le echa de menos por la redacción.