Gabriela, una rubia fenómeno

Casa de citas

 

Bella, bella, bella, bella.
Es la imponente Gabriela.
Como un suspense intrigante.
Es una chica radiante.
Es tan impresionante.
Tan escalofriante
…bailando el twist.

 

Los Rocking Boys grabaron Che dritta, de Adriano Celentano, en 1962. Aquí se tituló Una rubia de miedo y cuenta la historia de una chica fascinante que fuma tabaco negro, tiene más curvas que el circuito de Indianápolis, le gustan los tíos de treinta años y se descoyunta en las pistas de baile con el twist. Igualita que otra Gabriela que conocí —esta, de carne y hueso— y con la que intimé al ritmo de los Rocking Boys, en directo, siendo yo un adolescente y ella una veinteañera, en una verbena de verano.

Los Rocking Boys eran originarios de La Línea de la Concepción y tocaban todos los palos: rock, madison, twist, calipso e incluso fox. Podemos comprobarlo en los discos que grabaron para Belter entre 1962 y 1966. Cantaban en español y en inglés e imitaban a Elvis Presley y Chubby Checker, influidos por las músicas del Peñón. Fueron pioneros del rock y el twist en nuestro país («Se baila el twist en Sevilla y olé, Torre del Oro…»), pero también enternecieron a sus fans con armonías dulces como la de Imán, un bolero que debería aparecer en todas las antologías del pop meloso en español: «Imán, tú tienes imán, no sé lo que es, ni sé dónde está, pero tienes imán…». Gabriela, desde luego, lo tenía.

En el verano del 66, los Rocking Boys fueron el plato fuerte de las fiestas de Alcoy —noche cálida, farolillos de colores, tarima para la orquesta y mostrador cervecero—, y allí estaba yo, con mis quince años, acompañando a Gabriela, hija de una clienta de mi madre. Acompañar a Gabriela fue algo circunstancial. Mi madre era modista y amiga de la madre de Gabriela. Eso nos permitió compartir tres días con sus noches en su casa de veraneo. La madre de Gabriela había sido la Margot, antigua vedette del Apolo, casada con un fabricante de mantas que hizo su agosto con el ejército español. Fruto de esa pasión del negociante valenciano con una mujer de bandera, nacieron dos pimpollos: Fernandito, que era el mayor (veinticuatro años, decorador, escaparatista y pintor) y Gabriela, de veinte, que también estudiaba Bellas Artes y ejercía de monumento sexual, sin oficio ni beneficio.

La coincidencia de los Rocking Boys, Gabriela y yo en el baile nocturno de Alcoy fue azarosa, pero parecía preparada por los dioses. Mi madre y la madre de Gabriela no estaban para bailes: aquella tarde se habían comido una lata de sardinas en mal estado y no hacían otra cosa que vomitar y salir y entrar del lavabo. Fernandito, el hermano mayor de Gabriela, estaba en Nueva York, codeándose con el grupo de Andy Warhol, tratando de obtener sus quince minutos de gloria. Para eso servía el dinero de papá, su alambicado amaneramiento y el simbolismo sexual de sus cuadros: Fernandito solo pintaba troncos de árbol con apariencia de vergas de caballo. Tampoco estaban allí ni mi padre ni el fabricante de mantas, que se habían evadido de las fiestas con alguna excusa banal. Así que fui yo quien tuvo que acompañar a Gabriela al baile.

El azar a veces consagra los grandes acontecimientos. Hoy, con el tiempo de por medio, sé que lo que sucedió aquella noche sirvió para muchas cosas. En primer lugar, puso el broche de oro a una semana de grandes éxitos alcanzados bajo la atenta mirada de Gabriela: gané una carrera de bicicletas —con la bici de Fernandito—; atravesé buceando varias veces la piscina municipal; coroné el pico más alto de la comarca. Por las tardes la acompañaba al río, cantaba la destreza de sus dibujos, le reía las gracias. Y luego disimulaba si la veía tontear en la orilla con algunos tipos de más edad, a los que prometía hacer lo que después nunca hizo, como bañarse desnuda en una poza. También establecí con ella un pacto de silencio para fumar en cuanto salíamos de casa, o compartir la luz de las estrellas en la terraza, antes de irnos a dormir. Gabriela miraba entonces al infinito con ojos soñadores y yo la miraba a ella desde la oscuridad, procurando mantener la boca cerrada para no decir tonterías. Aquellas noches en Alcoy imaginé que Gabriela se sentía tan sola como yo y experimentaba la misma necesidad de salir volando, sin saber hacia dónde ni cómo hacerlo. 

Pero debo decirlo ya: aquella noche, Gabriela me ungió con el primer beso sensual, profundo e intencionado, de  mi corta experiencia vital. Y eso fue mucho después de haberme dejado solo, olvidado durante horas, en un rincón de la plaza. Desde que empezó el baile me limité a observarla, haciendo tiempo junto a la barra. La vi flirtear con unos y otros, sin ceder del todo a las demandas de sus admiradores; la vi bailar con el saxofonista de los Rocking Boys, entre aplausos y vítores; la vi beber y fumar más de la cuenta, reír, buscar las ganas de seguir riendo y suspirar por algún deseo inalcanzable. Casi a punto de cerrar la noche, se acordó de mí, acudió a buscarme y me abrazó para bailar el bolero más tierno de los Rocking Boys. Entre sus brazos, cohibido, murmuré la letra de la canción, como haría el muñeco de un ventrílocuo rescatado momentáneamente de su maleta: «Imán, tú tienes imán…, lo tiene tu voz, y tu forma de andar, de reír o mirar…». Creo que Gabriela dejó escapar alguna lágrima en aquel trance.

—Mañana nos vamos —le dije de regreso a casa—, en el autobús de las diez. ¿Estarás levantada o nos despedimos ahora?

—Sí, ya lo sé. Estaré despierta —me dijo—. Han sido unos días muy bonitos… —Y entonces, en la oscuridad de un callejón solitario, me empujo suavemente contra la pared y me besó en los labios con una pasión que quizá había estado guardando para otro.

Los Rocking Boys se disolvieron en 1968. Gabriela alcanzó los treinta sin haber terminado Bellas Artes ni haberse casado. Era demasiado bella como para aceptar a cualquier pretendiente. A veces fue la Margot, a veces el fabricante de mantas y a veces ella misma quien echo a perder la relación. El padre de Gabriela acabó montándole un tostadero de café en la calle Ruzafa y media Valencia acudía para comprarle a ella, sí, directamente a la guapa, un cuarto de Brasil-Colombia o unas chocolatinas para el nieto. 

A principios de los ochenta, Fernandito se trajo de América a un amigo divorciado, quizá pensando en su hermana. El amigo no hablaba ni pizca de español y Gabriela no sabía decir nada en inglés, pero se gustaron. El hombre, que ya no cumpliría los cincuenta, vio en Gabriela la segunda oportunidad de su vida. Su gran oportunidad. Había ganado un premio Pulitzer, pero andaba falto de estímulo literario y sexual. Por lo que sé, Gabriela se marchó con él a Nueva York, se casaron, y creo que tuvieron un par de hijos bellísimos.