Si tuviera que escoger un autor al que poder citar sin límite, ese podría ser Gottfried Wilhelm Leibniz (1646-1716): metafísico, jurista, diplomático, científico, matemático, lógico y quizá el verdadero fundador de la filosofía alemana moderna. Y podría citarlo sin dificultad porque Leibniz escribió mucho, muchísimo, y en mis estanterías acumulo buena parte de su obra, así como un montón de ensayos sobre ella, colecciones de cartas y alguno de sus escritos políticos.
Podría explicar, por ejemplo, que Leibniz ideó el cálculo infinitesimal a la vez que Newton, apoyó sin fisuras las investigaciones microscópicas de Leeuwenhoek y fue un decidido partidario de la razón como vía de conocimiento. Y podría decir también que murió solo y amargado tras una larga trayectoria dedicada a la ciencia y la filosofía, al servicio de princesas y reyes, sin haber logrado casi nada de lo que se había propuesto: ni la unidad de las iglesias, ni la comprensión entre las naciones, ni ese idioma universal con el que pretendía «poner punto y final a las agotadoras polémicas con que las gentes se fatigan entre sí».
Solo y olvidado por todos, fue enterrado sin pena ni gloria bajo una placa de cobre en la que podía leerse «Huesos de Leibniz». Su secretario, el historiador y lingüista von Eckhart, acompañó en solitario sus despojos hasta la tumba. Y así fue como el filósofo más grande de la Alemania del XVII, «un hombre que había sido la gloria de su patria, fue enterrado como un bandido», según el testimonio de su amigo von Kersland.
Si la vida de Leibniz transcurrió de esa manera se debió a que, según el propio pensador, «nada ocurre sin que haya una razón suficiente por la que aquello haya de ser así más bien que de otro modo». En otras palabras, para Leibniz no hay efecto sin causa. Esta es la formulación clásica de su principio de razón suficiente, un axioma que, junto al principio de no contradicción, constituyen el fundamento lógico de todo su sistema. Según el principio de razón suficiente, todo lo que sucede tiene una razón de ser. Quizá la desconozcamos, pero eso no cuestiona la verdad del principio, sino nuestra capacidad de discernir.
Según Leibniz, la causa última de todo lo que acontece es Dios, un Dios que conoce los motivos de cada sujeto y condiciona la caída de la más humilde las hojas. Así pues, Dios sabía de antemano cómo iba a vivir Leibniz, igual que sabe cómo acabará este artículo. Si todo obedece a razones, incluso Dios tuvo las suyas para crear el mundo como lo hizo: infinito y armonioso.
Hubo un tiempo en que leí con fruición al filósofo alemán y estuve a punto de convertir mi interés en una tesis doctoral. Luego abandoné la idea, incapaz de captar la complejidad de su filosofía, un sistema donde cada concepto remite a los demás y donde «cada sustancia es un espejo del universo y lo multiplica tantas veces como sustancias hay.» En efecto, para Leibniz, las sustancias reflejan la totalidad del universo y no se comunican entre sí, pero coinciden en sus representaciones. La idea de un cosmos poblado por infinitas sustancias que creen estar en contacto y viven aisladas me resultaba fascinante. Para Leibniz, entre el lector de este artículo y quien lo escribe no hay contacto físico ni espiritual, sino solamente un acuerdo perceptivo entre sus respectivas representaciones. Este texto no existe, el autor cree haberlo escrito y el lector cree estar leyéndolo, pero no hay papel ni pantalla, ni cuerpos ni almas, sino tan solo un orden perceptivo creado por Dios al comienzo del tiempo. Esa coordinación primordial fue llamada por Leibniz armonía preestablecida y es la razón de ser de todo lo que sucede. Así pues, por razones que ignoramos, Leibniz escribió mucho sin acabar nada, murió solo y fue enterrado bajo la placa «Huesos de Leibniz». Eso es lo que le tocó en suerte en este universo plagado de ajustes que sólo Dios conoce.
A mediados de los 80, me pasaba la vida en la Biblioteca de Cataluña consultando cualquier papel que oliera a Leibniz. Solicitaba los Nuevos ensayos sobre el entendimiento humano, su Teodicea o la Correspondencia con Clarke y esperaba pacientemente a que los archiveros me trajeran los documentos desde los lejanos subterráneos donde se guardan los libros que nadie lee. En mi mente bullía el deseo de convertirme en especialista en Leibniz, sin sospechar que no podría alcanzarlo nunca. De vez en cuando me distraía mirando a la bibliotecaria de la sala, una jovencita vivaracha y pelirroja que hacía el turno de tarde. Siempre me he sentido atraído por las pelirrojas, por su singularidad y su peculiar manera de estar en el mundo. Según Leibniz no puede haber dos pelirrojas iguales, ni dos flores idénticas, ni dos sustancias indiscernibles. Si fueran iguales serían la misma cosa y no habría motivo para que una existiera y la otra no. Y para todo hay un motivo, Dios no actúa sin criterio. Cada pelirroja es especial y cuenta con una distribución exclusiva de las pecas en su cuerpo. Mientras fantaseaba con las pecas de mi bibliotecaria, me preguntaba por qué dedicaba tanto tiempo a Leibniz y tan poco a estudiar el mundo real, poblado por bibliotecarias pecosas y pizpiretas.
Cuando por fin me decidí a hablarle, nos enzarzamos en conversaciones interesantísimas sobre el filósofo alemán y el papel de la armonía preestablecida. ¿Existía una razón última para nuestro encuentro? ¿Cuál era el motivo de aquella (aparente) casualidad? Enseguida averigüé que se llamaba Toñi y que tenía un novio que trabajaba de controlador aéreo, con un horario tan raro que nos permitió seguir profundizando en nuestro mutuo conocimiento, en su casa o en la mía, cuando acababa su trabajo en la biblioteca. Desde el comienzo juzgué que a Toñi no le convenía el controlador, pues difícilmente puede hilvanarse una conversación sobre Leibniz con alguien centrado en vigilar la realidad sensible, que no es más que pura apariencia. Como dejó escrito Leibniz, hay razones para todo, incluso para darle el esquinazo al controlador y aceptar que nuestros encuentros amorosos no fueron casuales, sino el resultado de la armonía divina.
Una mañana encontré a Toñi con su novio en una cafetería del Paseo de Gracia y se me ocurrió acercarme a saludarla. Y fue entonces cuando el controlador aéreo, que quizá percibía confusamente lo que allí estaba pasando, se levantó de la silla y me agarró por la pechera. “¿Así que tú eres el palabritas ése de la filosofía?”, me preguntó. Y luego, encendido de rabia, me lanzó una amenaza: “¡Si te vuelvo a ver por la biblioteca con la Toñi te rompo la cara, charlatán!”.
Busqué complicidad en los ojos de la pelirroja que, avergonzada, miraba al suelo. Así que tuve que dar marcha atrás, turbado por mi propia cobardía, aun sabiendo que tras aquella huida del Paseo de Gracia había razones de peso que me justificaban. Seguramente Dios había decidido que aquel día pusiera tierra por medio. Obró mi voluntad, pero siguiendo la orden de un mandato racional.
Leibniz sugiere en sus obras que la voluntad se mueve por razones. Creemos que decidimos libremente, pero ignoramos las razones de por qué lo hacemos. En nuestro universo, que es un universo armónico donde nada sucede por azar, cada sustancia tiene la percepción de actuar por propia voluntad, cuando es movida por razones que desconoce. Algunas veces, pocas, el entendimiento ilumina el escenario de nuestras vidas y sólo entonces podemos entrever el sentido de los encuentros y desencuentros que nos organiza Dios entre bambalinas.
Aquel día lo vi claro y nunca más volví a perseguir a Toñi.