Fulgencio

Retales


Fulgencio ya tiene una edad. Es un hombre de ayer, de antes. De todos modos, no se aprecia si uno se fija en su vestuario. Pasa desapercibido entre la gente, pero es un tipo peculiar. 

En el barrio, los hombres, antes de dirigirse a sus casas, se pasan por el bar un rato y así se desprenden de ese olor a trabajo. Un chato, un quinto, un tercio o un botellín para otros. Fulgencio, en ese ambiente, aunque esté jubilado no desentona. Hace años que vino del sur, de Andalucía, de Murcia… ¡vete a saber! Nadie ha conseguido aún averiguarlo. 

Gencio nos entretiene con sus aventuras del día, que suelen situarse en alguna de las líneas del metro, porque él vive en Barcelona y en esa ciudad el metro es un queso gruyer bajo los suelos. Desde que se jubiló, a excepción de algunos domingos, Gencio se pasa el día en los vagones del metro, tanto en horas punta, como en horas muertas, líneas concurridas, líneas lejanas al centro, líneas que pasan por barrios periféricos. 

En verano goza del aire acondicionado gratuito que, las más de las veces, le comporta llevarse una chaquetilla, y en invierno está calentito; así que se ahorra un sin decir en la factura eléctrica. 

Se distrae observando al personal, cómo viste, cómo actúa, quién desentona y poco a poco saca conclusiones de la gente que vive en un mismo barrio, cuántas veces los ve entrar y salir de la misma parada, a qué hora… Hay individuos de los que sabe de qué trabajan, si tienen pareja, si leen o no, si siguen la moda, qué día libran… Es todo un arte lo suyo. Se comporta cual detective al acecho.

Y al atardecer, en el bar, cuenta y cuenta sus experiencias. Todo depende de si ha visto un percance o no. 

En la línea 5, esa que pasa por Sagrada Familia, está observando la actividad de lo que le parece un carterista. El metro va lleno, la gente apenas puede moverse y se agolpa cerca de la puerta. Nos acercamos a Sagrada Familia.

Gencio ve como un individuo que, por su vestuario, parece acabar de salir de la obra, empuja su bolsa contra el bolsillo de un hombre ya mayor. Y este, grita:

—Oiga, ¿qué hace? —con el alboroto no se oye su voz.

Como está cerca de la alarma, Gencio se levanta, alcanza la manecilla cuadrada y tira de ella.

El metro se detiene de repente. Las puertas, aunque estamos ya en la estación, no se abren. El alboroto es fenomenal. Viene el responsable del metro y Gencio dice que ha tirado de la manecilla porque ése —y señala al presunto carterista— le ha robado la cartera a este hombre. El hombre lo corrobora echándose la mano al bolsillo y se arma la marimorena.

Uno cree que el culpable es aquel a quien le han robado la cartera. Otros opinan diferente.

—¡Coño, abran la puerta! Tengo que bajar, voy a llegar tarde.

—No, si con estos que se quieren hacer el héroe vamos listos.

—Que venga la poli y lo aclare.

Fulgencio piensa e intenta explicarse. Se dice a sí mismo: yo me tendría que limitar a observar; me he metido en camisa de once varas, menudo jardín.

Ya podéis imaginar cómo acaba la cosa.

Al atardecer, en el bar, da gusto ver cómo lo cuenta. ¡Y anda que no le pone detalles!

Que si esa estación llena de turistas es un callejón sin salida, que hay tantísima gente que quiere ver esa mona de pascua que han de hacer colas de más de dos horas, que si cobran por la entrada lo que quieren, que si la Sagrada Familia será muy bonita pero que ha destrozado la tranquilidad del barrio, que si la pobre gente que vive allí ha de aguantar lo que sea, y encima todo más caro…

Y así siempre o casi todas las veladas en el bar antes de retirarse para la cena.

Gencio se conoce la ciudad a golpe de viajes en metro. Va desde Horta a Pedralbes, desde Paralelo a Badalona, desde Hospitalet a Barceloneta. Y en su cabeza tiene una radiografía de la gente de esa Barcelona que se transmuta día a día. 


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