Por aquellos días, atravesaba yo un mal momento económico, sin trabajo y sin un euro en el banco; por eso, cuando iba a la tienda del barrio o al mercadillo que ponían los martes en la plaza, me buscaba la vida haciendo acopio de productos en mal estado que algunos tenderos me daban, compadecidos al ver mi penuria, o que yo conseguía por mis propios medios, rebuscando en la basura, donde no faltaban peras, patatas, manzanas o tomates con mala presencia para ser vendidos, medio pochos o con marcas de haber sido golpeados.
Y de esta manera me las agenciaba para hacerme con todo tipo de frutas, hortalizas, verduras, yogures pasados de fecha, salchichas caducadas, morcillas reventadas, barras de pan rotas, etc. El objetivo era prepararme un bocadillo o una macedonia a base de retales tras haber quitado lo negro y marchito de las piezas con tara.
La necesidad me convirtió en un especialista en este tipo de busca o rebusca. Cuando mejoró mi situación económica, al no faltarme dinero para alimentarme decentemente, orienté mis habilidades hacia otros derroteros. Me gustaban las máquinas de escribir antiguas, casi todas melladas, los muebles viejos o deslucidos, los libros de segunda mano con manchas de café en alguna página… Para escribir usaba siempre folios escritos por una cara, servilletas de los bares o recibos del banco o de la compañía de electricidad, ahora que ya podía pagar la luz. Como mascota adquirí en la perrera un chucho mestizo sin pedigrí que iban a sacrificar. Me gustaban los coches de ocasión, la ropa usada, los cachivaches de segunda mano, los trastos y achiperres que venden en el Rastro, como los teléfonos de rueda o las radios viejas.
Inicié también la búsqueda de gente maltratada, marcada por la vida o con alguna tara física —como la fruta—, personas medio acabadas, mujeres rotas, empleados despedidos, jóvenes desesperados, viejos achacosos desahuciados, carteristas medio honrados, toxicómanos de medio pelo… Todos ellos guardaban cierta similitud con aquellas piezas de fruta o las natillas caducadas que aparecían en los cubos de basura: zarandeados por la vida, vapuleados por la indiferencia o destrozados por las circunstancias, algunos estaban en riesgo de cometer cualquier locura, pero resultaban aprovechables. De ellos siempre era posible sacar algo.
Así que Lupe, la peluquera, cojitranca por culpa de los fórceps que usaron con ella al nacer, fue la primera en iniciar el listado de los nuevos amigos; luego llegó Margarita, tuerta de un ojo, tara que disimulaba con unas gafas negras; después vino Pepe, el de los chistes, un tipo la mar de simpático, calvo y con gafas de culo de botella. Luego arribaron a puerto Antonio, el tartaja parlanchín, y Pepa, la muda de los ojos grandes, la que se separó de su marido porque se lo gastaba todo en el bingo y en putas. Más tarde se incorporó Luis, el carterista estiloso — «ya no hay educación en este oficio, se han perdido los buenos modales», solía decir—; también Sebas, el vejete achacoso y prostático, y Merche, amiga de tertulias y de empinar el codo… Poco a poco fueron formando el selecto grupo de mis amigos. No me puedo olvidar de María, quien se convirtió muy pronto en algo más que una buena amiga. Cuando aquella tarde en su casa se quitó la ropa y me mostró sin pudor su oronda desnudez de mujer madura, pude apreciar en sus nalgas los moratones de una historia de maltratos, como las marcas de la fruta ajada o golpeada.
¡Ah! Se me olvidaba incluirme a mí. Todos me conocen como Paco, el feo.
Todos somos fruta pocha, posiblemente gente prescindible pero siempre la mejor en cualquier macedonia que se precie.
Tú, ¿qué tara tienes?