Flora llega a su puesto casi antes de que Quijano, el del quiosco, levante los postigos de cierre que colocó el día anterior, cuando el distribuidor suelta los paquetes de prensa del día. Cada uno a lo suyo, ni una palabra. Se enfrascan en la tarea. Son entonces, en aquellas horas tempranas del domingo, los verdaderos dueños de la plaza.
De ella, de Flora, la vendedora de flores, se dice en el barrio que vive en la zona de las antiguas masías, allí donde a los niños les está prohibido acudir. Y, por supuesto, andar con los niños que allí viven. Dicen que el lugar es sucio y maloliente. Aun así, les dejan llegar hasta la lechería, que se sitúa en el límite, y vuelven de camino a casa volteando con pericia la lechera. A más de uno la fuerza centrífuga, o centrípeta, no nos metamos en cuestiones de física a estas horas, le falló el ritmo o la velocidad y… trabajo tuvo cuando llegó a casa.
A Flora todo esto le tiene sin cuidado. Flora ya es mayor, o eso parece, porque con esta clase de mujeres y esa imagen que transitan nunca se sabe. Viste colores oscuros. Lleva un delantal sin peto atado a la cintura con varios bolsillos. Tres, son tres y de allí puede sacar lo que sea, cualquier cosa: tijeras, cordel, un pañuelo, unas monedas para el cambio, papel de celofán… Flora está delgada, delgadísima. Pelo cano, blanco y siempre reluciente. Se lo peina en una melena lacia que parte con raya milimétricamente recta a la izquierda de su cuero cabelludo. No le llega más allá de los hombros, aunque a veces, si lo lleva recién cortado le cubre apenas las orejas.
Lleva una falda gris marengo oscuro que aparenta ser de lanita o es ya tan fina que ni tan solo pesa. Las mangas de la rebeca, arremangadas para la tarea, muestran brazos enjutos con el cúbito y el radio muy marcados. A pesar de todo, su imagen es agradable, sus ojos vivaces y si la miras, te mira risueña.
Se coloca en una de las esquinas de la plaza, una de la izquierda, mirando a la iglesia, la más alejada; el quiosquero, en la esquina más cercana a los escalones que llevan al portal de la parroquia de la Virgen de los Remedios.
En su esquina, justo en el ángulo, se levanta un prisma cuadrangular gris plomizo, coronado por un festón puntiagudo, y que le guarda las espaldas en ese puesto que improvisa cada domingo. Contra ese gris plomizo sus flores destacan más y a ella le parece estar protegida por esa pared. Dispone los cubos de cinc en línea semicircular, situándose ella entre el prisma y los cubos llenos de flores.
Isabelita[1], que es del barrio, le compra acianos y anémonas en primavera. Son las más económicas y no va a gastárselo todo en flores. Debe guardar una moneda para el TBO. Y en mayo compra claveles blancos para el colegio, para el altar de la Virgen, cuando le toca. Flora le envuelve el ramo con una buena hoja de periódico bien doblada para que no se moje la ropa de domingo. Siempre le sonríe y si tiene narcisos se los muestra a la chavala porque sabe que le gustan mucho.
Dispone a su vera de un montón de papel de periódico para envolver los ramos. Si uno se fija son partes de La Vanguardia. La compra los domingos en el quiosco de la misma plaza. Hay quien dice que son regalos del quiosquero cuando le sobran ejemplares y ella los guarda para el próximo domingo. Y es que ese periódico es el que más hojas lleva y cunde; eso lo sabe todo el mundo.
Como tiene la parada puesta toda la mañana desde primera hora, no acude a misa. Y, claro, las beatas no la respetan mucho, ni la miran. Ahora bien cuando las señoras llevan un ramo para la Virgen bien que lo acogen, aunque sea del puesto de Flora.
Flora tiene una voz suave, nunca alza el tono. Usa las palabras mínimas para entenderse con las clientas. De vez en cuando se acerca un hombre… se lleva un ramo para su mujer o para una mujer. Claveles, rosas, tulipanes,… cuando los hay. Si le piden gardenias se excusa diciendo que no había en el mercado de las flores. Y en su época, nunca faltan jacintos blancos, en cestitos con musgo que los sujetan. Ni que decir tampoco que hay, cuando el frío aún no se ha despedido, violetas dispuestas en finos ramilletes volteados de una hoja verde sujetos con bramante fino. No las entrega envueltas en hoja de Vanguardia, no; las violetas van en celofán.
Al filo de las doce la plaza se llena. Misa mayor. Y es antes o después de la misa cantada cuando la venta crece. Flores para la iglesia primero, y luego, flores para la casa o para regalar.
Cuando la mañana se retira y van a dar las dos se dispone a recoger. Nunca se la ve partir al terminar las ventas. Antes traslada cubos, basura, y una silla, donde a veces se sienta, a un carretón cuadrangular con un par de ruedas. Allí, todo colocado y anda ¿para casa?
Nadie conoce ni dónde vive, ni con quién, ni si está sola en este mundo, ni… Si la mercancía procede de aquí o de allí también es un enigma. Algunos opinan que es ella misma la que cultiva las flores en algún rincón de la zona proscrita; otros, que alguien le facilita la compra en el mercado de las flores. Lo cierto es que en el barrio no hay ninguna floristería. Que el barrio no es el centro de la ciudad.
La curiosidad de algunas, y de algunos, raya la mezquindad. Flora es distinta; así lo creen los que descienden por los peldaños semicirculares de la iglesia, distinta a ellos y eso es lo que cuenta. Al oído y entre susurros cuchichean a su costa al salir de misa. Nunca se quedan para ver a dónde se dirige. No hay que rebajarse.
[1] Isabelita https://lacharcaliteraria.com/isabelita-1958/