Me sugiere el editor de La Charca Literaria que escriba algo relacionado con el día de San Valentín, un mártir romano del siglo III que, según cuenta la leyenda, casaba a parejas jóvenes contraviniendo así un decreto dictado por el emperador Claudio II que prohibía el matrimonio de los soldados profesionales. El propósito de esta resolución era que la soldadesca estuviera a lo que tenía que estar en vez de distraerse con asuntillos eróticos más propios de Cupido que de Marte. De la rebeldía del tal Valentín, que acabó apaleado y decapitado a causa de su desobediencia, nos llega toda la parafernalia actual del día de los enamorados, con su retahíla de corazones, amorcillos, flechas, rosas y toda suerte de dibujitos ñoños y fotos idílicas pasadas de flou. Hay que remontarse, sin embargo, a las fiestas lupercales de la antigua Roma para encontrar el origen pagano de tan edulcorada celebración: una vetusta tradición con un rito iniciático en el que algunos jóvenes varones bailaban desnudos y entonaban cánticos obscenos mientras azotaban a las mujeres con correas hechas con la piel de una cabra recién inmolada, se supone que para asegurar la fecundidad de las féminas. En fin, que el bueno de Plauto se quedó corto con aquello de Lupus est homo homini, non homo, quom qualis sit non novit[i].
Tras este preámbulo histórico que situa las cosas en su contexto, no me queda más que recoger el guante lanzado por el editor, y como mi sección va de cine —y, dicho sea de paso, me asquea bastante la cursilería, dentro o fuera de la pantalla—, he optado por una película especialmente perversa: Ese oscuro objeto del deseo (1977), adaptación libérrima de la novela de Pierre Louÿs La femme et le pantin y último trabajo de Luis Buñuel como director. Si la he escogido es porque, en cierto modo, está emparentada con el espíritu orgiástico de las Lupercales. Pero sobre todo, porque ejemplifica la subversión de un cliché tan manido y desgastado como es el del amor romántico, una convención a la que don Luis le dio la vuelta como a un calcetín.
La película empieza con los preparativos de un viaje en tren de Sevilla a Madrid, y de allí a París. Quien viaja es Mathieu (Fernando Rey), un maduro burgués prendado de Conchita, su antigua sirvienta, un personaje representado alternativamente por dos actrices: Ángela Molina y Carole Bouquet. Una vez en la estación, el hombre, acomodado en su asiento y ante la atónita mirada de sus vecinos de compartimento, se levanta para arrojarle un cubo de agua a Conchita, quien lo ha seguido hasta el andén y, como sabremos después, también hasta su destino final, momento en que ella aprovechará para devolverle el baldazo como respuesta a su odio-amor-obsesión correspondido.
A partir de este momento, los otros viajeros anhelan conocer qué aviesa historia se esconde tras un comportamiento tan inusual por parte de un caballero con tamaña pinta de rectitud. El propio Mathieu irá desgranando los pormenores de su amour fou a través de un flashback que durará todo el viaje y que no deja de ser una puesta al día de la técnica usada por Boccaccio en El Decamerón y, posteriormente, por Chaucer en Los cuentos de Canterbury: un grupo de personas que se dirigen de un sitio a otro y que, para matar el tiempo, se dedican a contar historias de corte erótico.
Tomando como modelo el arte de novelar de estos autores medievales, Buñuel nos introduce en la relación entre Mathieu y Conchita, un vínculo en buena medida paradójico, puesto que en ambos se reconocen extrañas actitudes sádicas y masoquistas que, con independencia del componente surrealista, deben analizarse desde dos perspectivas: la de clase social y la de lucha de sexos. Si el sibarita y elegante Mathieu Faber es un representante de la alta burguesía parisina (¿quién mejor que Fernando Rey para dar vida a este prototipo tan buñuelesco del rentista libertino?), Conchita es una inmigrante andaluza ligada, en apariencia, a las costumbres más atávicas, que sobrevive junto a su madre en un mísero habitáculo de la banlieue de París. La superioridad de él en el escalafón social constituye un elemento claro de dominio que ella contrarresta esgrimiendo su atractivo sexual, una circunstancia que ya se daba también en Diario de una camarera (Le journal d’une femme de chambre, 1963).
Dado que el punto de vista del relato siempre es el de Mathieu, la percepción con respecto a las motivaciones de la muchacha es sesgada —y algo rancia también—, pues se articula en torno a la idea, tan evanescente como trasnochada, de eterno femenino (el oscuro objeto del deseo al que alude el título de la película). Y aunque Buñuel no le otorgara una importancia especial al hecho de que dos actrices interpretaran un mismo personaje, creo que esta duplicidad es clave a la hora de entender el carácter inescrutable y voluble de una mujer que, cada tanto y de forma arbitraria, muda de aspecto y de comportamiento.
Si lo que impulsa a Mathieu es la voluntad de someter, estimulada por la imposibilidad de satisfacer su propio deseo, lo que mueve a Conchita es el odio, la frivolidad y la necesidad de estabilidad económica. En este toma y daca obsesivo, él llega a mercadear con los favores de la chica comprándoselos a su madre, una alcahueta tan trotaconventos como lo fue La Celestina. La joven sirvienta, por su parte, acepta esta protección, aunque se atrinchera en su condición de «mocita» para resistirse a las acometidas eróticas del viejo libertino, llegando incluso a usar un corsé-cinturón de castidad.
La influencia de Sade es palpable en la siempre desconcertante Conchita, personaje que sintetiza una dualidad muy Justine/Juliette, resumida en la oposición virtud/vicio. Cuando actúa a la manera de Justine, muestra su rostro más desvalido y mojigato, y defiende a ultranza su virginidad y los valores más tradicionales. Sin embargo, cuando se presenta con la máscara de Juliette, Conchita baila desnuda ante la mirada lúbrica de los turistas de un tablao flamenco, fornica con su joven amante con el único fin de mortificar a Mathieu y proclama que «mi guitarra es mía y la toco a quien yo quiero».
A pesar de esta duplicidad, no puede establecerse una correspondencia exacta con la actuación de las dos actrices que encarnan al personaje, pues la aparición en escena de Ángela Molina y Carole Bouquet es aleatoria. No obstante, y para no alejarnos demasiado de los lugares comunes, digamos que la primera se distingue por su carnalidad y la segunda por su frialdad. Una antítesis que, usando palabras de Quevedo[ii], sublima el tópico del «hielo abrasador y el fuego helado» y convierte a Conchita en un ser irracional preso de un contraste poético. En definitiva, y a ojos de su valedor, ha perdido la condición de sujeto para quedar reducida a mero objeto inalcanzable: ese (¡y atención a la connotación despectiva del demostrativo!) oscuro objeto del deseo.
Los símbolos buñuelianos, presentes en todas sus películas, refuerzan las fijaciones del autor y los sicalípticos ires y venires de los dos personajes. Tenemos, por una parte, el saco que Mathieu carga sobre el hombro en algunas secuencias, metáfora visual del lastre de frustración que el hombre arrastra. También, en el mismo sentido, las imágenes de animales atrapados (un ratón inmovilizado en una trampa y una mosca ahogada en un vaso de agua) dan cuenta de su condición de víctima a manos de una particular mantis religiosa. Por otra parte, y en lo que a Conchita se refiere, no podía faltar el símbolo de la caja, uno de los objetos fetiche de Buñuel (recordemos, por ejemplo, la enigmática caja del cliente del burdel en Belle de jour). Esta, para más inri, está decorada con conchas (¿se puede ser más explícito?), y la abre la muchacha exponiéndo su contenido al perverso escrutinio de su chevalier servant: otra metáfora más que evidente. Igual función cumple la llave del caserón de Sevilla que Mathieu le entrega a Conchita a modo de obsequio y con vistas a rendir el fortín. La llave como emblema del trueque (esto es: la desfloración a cambio de la morada, pues a fin de cuentas, en ambos casos se trata de posesiones) se opone al símbolo de la cancela cerrada a través de la que ellos hablan. Y es que Conchita sigue sin ceder y, aunque ya se ha apoderado de la mansión, sigue diciéndole nones al señor por enésima vez.
La estampa de la pareja pelando la pava junto a la cancela, como los novios de Rocío, aquella copla de Rafael León y Manuel Quiroga —en la que, por cierto, también hay un desdoblamiento femenino: de mocita de tez bronceá a monjita de la Caridad—, no es sino una irónica vuelta de tuerca de Buñuel en la que el imaginario estereotipado de los dos enamorados en un patio andaluz iluminado por la luz de la luna, se funde con el erotismo más surreal, cruel y orgiástico. La humillación sufrida por Mathieu cuando el objeto de su pasión no solo lo desprecia, sino que se pone a retozar con un mancebo delante de sus mismas narices, tendrá su correspondencia en la paliza que él, amante burlado y despechado, le propinará a Conchita en esa misma casa, justo antes de volverse a París en tren.
La virulencia compulsiva que destilan los amoríos de los dos personajes hunde sus raíces, como ya se ha dicho, en la literatura de Sade, un autor venerado por Buñuel en su juventud. La violencia, implícita o explícita, que impregna los encuentros entre ellos se expande más allá de su microcosmos y estalla en una serie de ataques terroristas reivindicados por camarillas con nombres tan surrealistas como Grupo Revolucionario Armado del Niño Jesús (no podía faltar la habitual estocada a la Iglesia, rematada por el estado comatoso en que queda el obispo de Siena tras ser víctima de uno de los atentados).
Es, precisamente, una explosión en París la que engulle a los personajes y cierra la trama de forma abrupta. El fuego, no sabemos si purificador, quema las galerías comerciales donde Mathieu y Conchita acaban de contemplar, absortos, el escaparate de una tienda en el que una mujer sentada frente a ellos borda un paño ensangrentado (posiblemente, desgarrado… más símbolos a cuenta de la doncellez) con una aguja que se muestra en primer plano, al igual que ocurría en Él (1953), una de sus grandes películas mexicanas y otro ejemplo de obsesiones eróticas llevadas al límite.
El fuego, representando su papel de eros y tánatos, arrasa con todo e inunda la pantalla justo antes de que aparezcan los títulos de crédito finales. Un último atentado, tan indescifrable y paródico como los muchos que se han ido sucediendo a lo largo de la película, ha impuesto su dosis de irracionalidad y ha eliminado la, ya de por sí, irracional y descabellada fantasía erótica que se traían entre manos los fogosos Conchita y Mathieu. Que San Valentín los tenga en su gloria.
[i] «Lobo es el hombre para el hombre, y no hombre, cuando desconoce quién es el otro». Tito Macio Plauto. La comedia de los asnos, 206 o 211 a. C., en Comedias. Volumen I, ed. de Mercedes González-Haba. Biblioteca Clásica Gredos, nº 170, 1992.
[ii] Francisco de Quevedo. Antología poética, ed. de Fernando Gómez Redondo. Biblioteca Edaf, 2011.