Viniendo por la Ronda Litoral en dirección a Barcelona hay un punto en el que, si giras la vista a la izquierda, puedes avistar el nutrido panal de nichos del cementerio de Montjuic. Más de uno habrá sentenciado, en su fuero interno, que ése será el sitio en el que alguna vez se ha de guardar ese cuerpo cuyas manos aferran el volante mientras el pie derecho acciona sobre el pedal del acelerador.
He vivido algo más de diez años frente al antiguo cementerio de Sitges, en un piso tercero desde el que se podía contemplar las lápidas (algunas de notables prohombres catalanes) y muy poco más allá, el mar. Un lugar muy bello.
En el frontispicio de la entrada podía leerse, en letras de hierro forjado, Mortui: Resurgent. Palabras latinas que vienen a amenazar con la resurrección de los muertos. Las laderas del cementerio se adentran en el mar.
Algunas personas rehúsan habitar en la cercanía de una necrópolis. No era mi caso, además, tuve en cuenta que de no haber estado allí el poblado de los difuntos, el predio habría sido ocupado por otros edificios que impedirían ver el mar: las tumbas y los monumentos fúnebres no suelen tener demasiada altura. A mí me gustaba pasearme, de tanto en tanto, entre los bloques de mármol de los cementerios y esas esculturas que representan ángeles andróginos con las alas plegadas y también mujeres dolientes echadas sobre alguna lápida, abrazándola a veces. Los monumentos mortuorios provienen de diversas tradiciones, casi todos homenajean al finado, raramente se les reprocha por su conducta pasada… o por sus vicios.
Para mucha gente la pérdida de todo se relaciona con la muerte. Entonces, la muerte estaría vinculada al hecho de quedarse sin nada, sin entes, incluyendo el latido de la sangre y la propia respiración. Así, me pregunto si la muerte puede consistir en que al que previamente estuvo vivo le arrebaten la totalidad de sus cosas o en ser quitado de ellas, arrancado de sus seres queridos, de sus posesiones. No se van de uno las cosas, sino que uno se va de ellas. ¿El resto de las cosas seguirá igual, como auguran estos versos del Rubayat, de Omar Jayam?: «El día que hayamos partido no quedará de nosotros rastro alguno / el sol no modificará su presencia en el cielo, ni sus ciclos; / ya estuvo allí, mucho antes que nosotros / y no luce para nuestro placer».
¿Sí? ¿Seguirá brillando el sol? ¿Seguirán los astros en el alto cielo? No lo sé. No sé cómo pueden existir los entes que no se perciben, y esta ignorancia no necesariamente me hace partidario del obispo Berkeley, quien postulaba que existir es ser percibido y que lo no percibido es inexistente. No me hace partidario de Berkeley, pero menos aún de sus detractores. No sé, no sé. No sé qué hay después; no sé qué hubo antes de nuestra llegada. ¿Lo sabía Job? «Sale del hombre su aliento, y vuelve a la tierra; en ese mismo día perecen sus pensamientos» (Salmos 146:4). Job afirmaba que en la muerte él sería «como si nunca hubiera existido» (Job 10:8). La muerte sería el olvido, la inconsciencia y la absoluta inexistencia, como la anterior al nacimiento.
Si me preguntaran qué pienso sobre el asunto, diría que no tengo opinión formada. Conozco alguna gente que ha estado en China, en la Antártida y en la cima de altas cordilleras, pero, ciertamente, no conozco a nadie que haya vuelto desde las remotas regiones de ultratumba.