Episodio

M de Mirinda

 

Añado una entrada y por ella se cuela un episodio sin invitación, sibilino. ¡Quién sabe si podrá llegar a ser de renombre! De momento, con su oscura presencia de babosa-polizón de lechuga, ni siquiera tiene nombre propio, ni título que lo adjetive o revele: solo queda probada su sagacidad a la hora de introducirse, cual guiño inevitable, en el hueco que, para airear el guión, he creado en este muro de tiempos ciertos y bien compactos.

Dentro episodio. Se rueda. Por lo que se ve, el recién llegado no se plantea devorar la trama principal, que le ha de parecer poco sabrosa, ni anegarme la realidad con unos hábitos colonizadores de virus conspicuo, de esos que persiguen, ególatras, reproducirse en mil escenas de repetición, en espejuelos idiotizados que solo ralentizan, con la fuerza inane de los grandes números, el curso natural de los fracasos en cadena y los alborozos de rigor, necesarios estos últimos para no desear la caída del telón, el fin de la emisión, antes de tiempo.

Ningún contenido deslumbrante parece albergar en su vientre que, en su palmaria transparencia, permite detectar que es bastante plano, que tiene poco fuelle, poca montaña rusa, poca tocata y fuga y que, como mucho, aportará a esta temporada un ligerísimo cambio en la tonalidad de los hechos, en la bruma de los afectos.

Confirmado, no es un episodio gripal, es un episodio cochinilla-colorante, un episodio lente rosada, un episodio cuya levedad solo alcanzará a pigmentar lo evidente. A las grandes audiencias, eso quizás les sepa a poco: lo abrupto atrapa, los matices diluyen.

Pero como no tengo galones en series, ni en serie, ni en lo serio, y bebo bien a gusto de las aguas ligeramente coloreadas, sin mucho empaque, poco historiadas, nada densas, de esta charca, por eso no me sorprende descubrir que este tipo de episodios no invitados, no solo no me alteran la fiesta, que, además, canónica no la quiero, sino que le dan todo el sentido “sentido” que necesitar, necesito.

El episodio inesperado, pero pronto querido (con sus pequeños suspiros contrariados, con sus brindis casi inaudibles detrás de las cortinas, con sus precarias líneas argumentales y sus agallas forjadas con ilusión de tómbola) tiene: el poder de alterarme, hasta las capas más profundas de los hechos; el poder de alterar, no solo el color sino hasta el perfume de lo que desapercibido pasa, y, factor de la pura chiripa dramática, trae también, de la mano, y hace que ocurra, lo que no tenía que pasar, pero que, coloreado a su modo, en este episodio, pasar, pasa.


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