En er mundo

Casi lloré de emoción al ver esa escena en el cine

 

Cuando mis hijas eran muy crías les pasé varias veces medio El Sur (Víctor Erice, 1983).

Digo medio, no por esa historia, ya muy conocida, de que Querejeta dio por terminada la película antes de que su protagonista viajase en busca de los lugares de su padre hacia el país de la luz al que aludía el nombre de la película. Eso iba a posibilitar que Víctor Erice, rodándolo, dejase atrás definitivamente todo un ambiente de oscuridad que tenía muchas ganas de olvidar. Encalló, pues, en su mitad el asunto, pero no voy por ahí.

Digo medio, en realidad, porque cuando llegábamos a la escena central, con la niña Estrella saliendo de su casa, cogiendo su bicicleta y alejándose seguida de su cachorro por la carretera que pasa justo delante de la casa de la veleta para, a continuación, en una de las más hermosas elipsis del cine español y universal, regresar por la misma carretera ya en otoño, hecha toda una adolescente, en una bicicleta de tamaño adecuado a su edad y acompañada por el perro lobo ya muy crecido, en ese preciso momento, digo, las enviaba a dormir. Les decía que ya verían por su cuenta la segunda parte de la película, con Estrella mayor, cuando fueran ellas también mayores. Aguantaba estoicamente, pero inflexible, el consecuente berrinche porque la querían seguir viendo: ni la acabarían de entender —les decía— ni tenía ningunas ganas de pasarles una segunda parte en que Estrella ya no guardaba con su padre esa relación ideal, llena de admiración y adoración, que había mostrado hasta ese momento.

Poco antes, yo creo que sabiendo lo poco de iglesia que era su padre, habían disfrutado viendo conmigo unas de las más emocionantes escenas de la película, motivo de este relato. Estrella va a hacer su Primera Comunión. Está en la iglesia y, por el rabillo del ojo, ve como su padre —agnóstico reconocido— se ha acercado hasta la puerta. Corre hacia él, loca de alegría del detalle que ha tenido para con ella, y le dice que se quede fuera si quiere, pero que no se vaya. A continuación enlazamos con la fiesta pagana en casa, donde padre e hija bailan el pasodoble En er mundo, al son de un acordeón de un vecino y las palmas de su familia.

Ellas ya no veían, pues, la escena complementaria, en la que también suena En er mundo, como repara y se lo hace notar su padre a Estrella, ya mayor. Ambos están en una mesa de un hotel intercambiando una conversación desencantada. Estrella lo deja ahí y, al irse, echa un vistazo de refilón al salón vecino, donde se celebra una boda con esa música. Pero acaba yéndose del todo, lanzando un saludo con la mano que su padre responde desde lo lejos, ahí solo, detrás de la mesa. También emocionante, pero desolador.

Señores jueces: Sean Vds. magnánimos. Actué de esa forma únicamente para retrasar el descrédito que sabía que, tarde o temprano, iba a llegar.