Estaba contando los años que hacía que llevaba fuera, cuando el autobús se detuvo en la entrada del pueblo.
—Señor, es aquí donde tiene que apearse.
—¿No entra dentro?
El conductor lo miró como si le hablara en otro idioma.
—Antes tenía la parada al principio de la calle principal —exclamó Lorenzo alisándose con fuerza el pantalón. ¡Qué desastre, se le había arrugado todo!
—¿Antes? —respondió el chófer sin desprecio, pero con apremio—. Muchos años antes.
Mientras descendía del autobús, Lorenzo volvió a repetir el cálculo que había hecho hacía unos minutos. ¿Cincuenta?
Caminó hacia un bar situado a unos metros de donde se encontraba. Dejó con cuidado la bolsa en el suelo y se alisó, insistentemente, el pantalón y la camisa antes de entrar. Cuatro horas de viaje eran demasiadas. Quería que lo vieran bien vestido, impoluto, que admiraran y envidiaran su porte, como él había envidiado, durante su infancia, las ropas y la limpieza de los niños que formaban la fila en el patio de la escuela. Él, durante unos días, también había formado parte de esa hilera repeinada, solo unos días: los que tardó el trajecito, que la gente de la parroquia le había regalado para hacer la comunión, en contagiarse de la mugre y la miseria que reinaban en cada uno de los rincones de su casa. Y ese día el maestro le impidió el paso hasta que fuese aseado y llevara ropa limpia.
No le importó. Dejaría de oír los insultos que los niños le proferían, sin ocultarse de nadie, ni siquiera del maestro, a quien el cura había obligado a admitirlo en su clase. Guarro, enano, piojoso, “un poquito de pan”, le cantaban remedando la forma con la que él y sus hermanos recorrían las calles pidiendo limosna por las casas.
—¿Te conozco? —quien le hablaba era un tipo que acababa de salir del bar. Era rechoncho, barrigón, con la nariz muy roja y caminaba apoyado en dos muletas.
—Soy Lorenzo, el hijo de Claudia —respondió amistoso, señalando la bolsa.
—¿Claudia, la de la casucha del callejón? —el hombre lo repasó de arriba abajo.
—Sí —respondió poniéndose muy recto para que reparara en su buen porte.
El hombre le tendió la mano.
—Me alegro de verte ¡Cómo has progresado! —exclamó señalando sus ropas—. Menos mal que os llevaron a aquel centro de la capital, vivíais como…
—Traigo a mi madre para enterrarla —le cortó Lorenzo, cogiendo con suavidad la bolsa del suelo.
El hombre se arrastró hacia atrás, con las muletas, todo lo que pudo.
—Las cenizas de mi madre —puntualizó.
—¿Tu madre quería que la enterrasen aquí?
Con esa misma extrañeza había respondido él cuando su madre le expresó su deseo de descansar el resto de sus días junto a la higuera de la que había sido su casa del pueblo: “Quiero estar respirando ese olor toda la eternidad”.
—Sí, junto a la higuera que estaba detrás de nuestra casa.
El hombre se quedó unos instantes en silencio.
—Ahí hay ahora un bar de alterne —empezó a decir al cabo de unos instantes con una media sonrisa que parecía de disculpa y que acabó estallando en una carcajada—. ¡Nosotros también hemos progresado!
Levantó unas de las muletas como si alzara los brazos y, dándole la espalda, comenzó a caminar con mucha dificultad hacia el coche que estaba aparcado cerca.
Lorenzo se fijó entonces en el alza que el hombre llevaba en el zapato izquierdo y reconoció al niño que dirigía la pandilla que apedreaba su casa para divertirse. El más vehemente de los agresores del colegio.
De pronto le pareció que el suelo estaba blando, sin consistencia. Se tambaleaba. Apoyado en la pared del bar se sintió indefenso ante el aguijón cruel y frío en el que se concentraban todos los recuerdos de su infancia.
Cuando se recompuso, comenzó a adentrarse en el pueblo bajando por la calle principal, la única calle de verdad en su infancia, porque las otras, como su casa, tenían el suelo de tierra. Había muchos coches aparcados. Hacía cincuenta años, solo un par de familias ricas tenían coche. Ahí estaba el progreso del que había hablado el cojo.
Aunque la acera le pareció más ancha, instintivamente se pegó a la pared, como hacía cuando era pequeño para pasar desapercibido entre los niños que jugaban al futbol y evitar que le pegaran un balonazo. Aquel día no había niños. El progreso les habría regalado consolas y móviles en los que estarían concentrados.
No tardó en llegar al final del pueblo. Efectivamente, donde había estado construida su choza, que en el pueblo llamaban la casucha, la luz del bar de alterne parpadeaba, a pesar de que aún era mediodía. Giró a la derecha con la esperanza de encontrar la higuera, aspirar su olor, al tiempo que lo haría su madre y sentir que se fundía con ella en un último abrazo. Los ojos se le llenaron de lágrimas. El edificio del bar de alterne lo había arrasado todo, el progreso se había llevado por delante el único lugar del mundo en el que le hubiese gustado descansar a su madre.
De regreso a la ciudad, revuelto aún por las emociones que le había provocado aquel viaje al mundo de su infancia, se sentó en el banco de una plaza deseando que alguien se le acercara y poder compartir su congoja, pero la gente pasaba a su lado sin verlo; incluso los mendigos que, en lugar de mendigar “un poquito de pan”, rebuscaban en las basuras de los contenedores alumbrándose con las linternas de sus móviles o los hombres que con carros de la compra llenos de sus pertenencias trataban de encontrar un lugar donde dormir, seguían su camino sin percatarse de su persona. El Progreso, que diría el cojo.