No sé qué te habrás tomado, pero la semana pasada volviste a casa con la cabeza en los pies. Sí, ya sé que fueron esas charlas a las que vas últimamente, que te lían de mala manera y luego, cuando me lo quieres explicar, no sabes cómo hacerlo y yo me quedo siempre en ascuas.
Dices que el yo no es más que un producto de la imaginación. Que tú,a pesar de ser la primera persona del singular (yo), para mí eres la segunda, es decir (tú) y que te desconcierta tanta ambigüedad.
¡Vaya lío, me digo!, y te respondo que no te preocupes, que para mí siempre serás el primero en todo, el primero en dejar el baño hecho un asco, el primero en dar un portazo cuando sales de casa, el primero en enfadarse por cualquier cosa… en fin, que no te quejes, porque por lo que a mí respecta siempre serás el número uno.
Pero tú, no contento con esto, sigues: un yo que cambia, deja de ser yo, me dices. Tal vez el yo no exista, o, al contrario, quizá haya infinitos yoes en un yo. Me sueltas el rollo así, como si me hablaras de cómo cocinar albóndigas, y te recuerdo que me gustaría escuchar todas las premisas de tus silogismos, que adivina no soy.
Si el yo no existe —continúas— ¿quién debe ser ese que soy?, y, zopenco de ti, no se te ocurre otra cosa que buscar un espejo con la esperanza de poder ver alguna imagen que te dé una pista reflejada en él. Creo que tus ideas están más revueltas que los ajos tiernos de la cena y que, a este paso, no cenas, te digo.
Pero tú sigues insistiendo, te lo tomas muy en serio. Te miras en el espejo con avidez, esperando encontrar tu yo, aunque apenas logras ver tus ojos y el lóbulo de tus orejas, como si no fuera ya tu yo sino tu rostro el que desaparece lentamente en el espejo.
Incluso por la calle te sorprendo a veces mirándote por los escaparates de las tiendas sin disimulo alguno, no te reconozco, ¡con el miedo al ridículo que te caracteriza!, pero te justificas diciéndome que no puedes remediar intentar ver quién eres, aunque estás perdiendo la esperanza de encontrarte, temes que todos tus infinitos yoes te hayan abandonado.
Cada día te veo más preocupado. Mirarte en el espejo se ha convertido en una obsesión. Esta mañana hasta yo me he sentido intranquila, cuando ni tan siquiera has podido ver reflejada una imagen borrosa de tu rostro en él.
¡No había nadie en el espejo!, solo se reflejaba la ventana, y también la cortina y el cuadrito colgado en la pared. En ese instante no has sabido quién eras, ni dónde te encontrabas. Te ha horrorizado imaginar quién debía ser ese que miraba con tus ojos, a través de ti, y gritaba con tu voz, desde tu garganta. Solo sabías que no eras tú, y eso que eres el primero de la lista.