El otro día estuve en el futuro. Había unos avances extraordinarios, sobre todo en la cosa militar. El ejército, mediante ingeniería genética, disponía de unos bichos que se transformaban en grillos o en elefantes, con un simple toque de corneta. Del tono exacto. Los semitonos producían desenlaces inesperados.
En el telediario tenían una sección de climatología del vacío espacial. Hablaban de marejadas y vientos solares. En un mapa en 4D proyectado sobre el aire con tecnología 137G, se representaban las líneas isógravas, que son los cortes de las superficies con igual potencial gravitatorio, con el hiperplano de la realidad. Muy chulo.
Me sorprendió que no hubiese un apartado de política. Pero al parecer, me explicaron, tras las purgas centralizadoras del pensamiento, todo asunto que implicase tendencias religiosas había sido confinado al ámbito de lo privado, de lo personal. Interiorizado. Tampoco había deportes. Por lo mismo.
Se hablaba, sin embargo y sin ambages, mucho de economía. O eso me pareció a mí. Era como una tertulia entre robots, holografías cuánticas y nubes de capital. Discutían conceptos fundamentales de los desarrollos estadísticos y su gradiente evolutivo. ¿Predicciones? Nada de eso. Sus conclusiones eran verdades absolutas que guiaban a la sociedad por la senda del axioma indiscutible. Insustancial. Exactamente igual que ahora.
Vi gracioso y pueril, el desparpajo con el que se afrontaban los sucesos. Alma y tronco principal de la información. Situaciones aparentemente, al menos desde mi punto de vista, poco importantes, se elevaban al grado de imprescindibles. Al tiempo que otras, a mi entender graves, como terribles desastres naturales causados por la furia de los elementos, eran tratadas con humor y desenfado. Por ejemplo, se mostraba una especie de gráfico, o imagen, o algo parecido, que reproducía el fenómeno de la licuefacción atmosférica y la fusión de aire y océano en olas gigantescas que arrasaban naciones enteras: 250 millones de muertos, y nada, a otra cosa.
En la calle, si puede llamarse así, todo era raro. No había coches, ni gente, ni puertas, ni cruces, ni pasos de cebra. Había cebras, eso sí, focas, lagartos, tigres, casuarios y perros. Vi un leopardo rosa y una rata con escamas irisadas y plumas de tonos pastel. Paseaban por explanadas extensísimas, con suelos de cristal ultratransparente, de forma que veías como treinta pisos hacia abajo, y otros tantos o más, hacia arriba. Mareaba un poco.
Le pregunté a un ornitorrinco por un monumento que recomendaban las agencias de turismo y cultura interpretada. Me contestó con mucha amabilidad, pero no entendí nada. Seguí mi camino incierto a través de aquel caos superordenado, y fue cuando me caí por la alcantarilla, señor juez, eso que ustedes llaman El Borde. Me encontré flotando en un limbo asfixiante de reglas normativas y sin ver posibilidad de redención. Por eso mi mente divaga, con perdón.
—¡Culpable! —Sentenció la voz intransigente del procesador. Y se me condenó a volver. «Regresión post-hipnótica», fue lo último que oí.
Y aquí estoy de nuevo, contando la experiencia para no olvidarla entre los otros recuerdos del devenir cotidiano.